Tal
vez no conozcas este capítulo oscuro –y extraño– de la historia de Estados
Unidos
Desde
las oleadas inmigrantes de irlandeses, polacos e italianos hasta el posterior
influjo de latinoamericanos, la Ciudad de Nueva York ha sido siempre un bastión
vibrante del catolicismo. Dicha historia hace que parezca especialmente extraño
que hubiera un tiempo en que simplemente ser un sacerdote católico en
Nueva York fuera una ofensa criminal punible por ley con la muerte.
Esta
sorprendente ley, que hace mucho quedó ya abolida, se aplicó solamente una vez.
Y se aplicó sobre John Ury, un graduado de la inglesa Universidad de Cambridge
que trabajaba en la Ciudad de Nueva York como profesor de latín.
Ury
llevaba poco tiempo viviendo en la ciudad y algunos de sus vecinos empezaron a
sospechar que, en realidad, era un sacerdote católico. El hecho de que su
especialización fuera la enseñanza de latín no hacía sino acrecentar
esta sospecha, ya que el antiguo idioma de Roma se relacionaba estrechamente
con la Iglesia católica.
Ury
había entrado en un clima de intolerancia y paranoia. Como Gran Bretaña había
estado involucrada en una sucesión de guerras con España, había preocupaciones
por que la nación católica usara colegas católicos para infiltrarse en las
colonias británicas e intentar causar agitación.
También
preocupaba que la creciente población esclava en la ciudad –que había llegado a
aproximadamente un tercio de una
población total de 12.000 personas– propiciara un riesgo considerable de
rebelión.
Tras
una serie de incendios sospechosos durante marzo y abril de 1741, la tensión
era palpable. Cuando surgió una supuesta gran conspiración que incluía a
esclavos negros y pobres blancos que tratarían de tomar el control de la
ciudad, al “Padre Ury” le cayó la etiqueta de cabecilla de la trama.
Lo
cierto es que Ury no era católico romano, sino un nonjuror de la
Iglesia de Inglaterra. La designación nonjuror hace referencia al
clero anglicano que se negaba a profesar un juramento de lealtad a la Corona
británica.
El
juicio de John Ury comenzó el 29 de julio de 1741. Mary Burton, una criada de
16 años contratada en régimen de semiesclavitud, fue la testigo principal de la
acusación. Ella testificó que Ury había estado bautizando a esclavos negros en
una taberna local y luego animándoles a provocar incendios y cometer
asesinatos, unos pecados que Ury, como sacerdote católico que era, tenía el poder
de perdonar.
Burton,
cuyas declaraciones judiciales a veces eran inconsistentes y que supuestamente
había recibido pagos por su testimonio, contó que se había urdido un plan para
incendiar una iglesia protestante en el cercano Día de Navidad. Añadió que Ury
sugirió posponer el incendio a un día más cálido para “que el tejado estuviera
seco” y condujera mejor las llamas.
Según
la fiscalía, las ambiciones destructivas de Ury eran debidas a su empleo “por
otros sacerdotes y emisarios papistas”. Otra razón fue “su celo por esa
religión asesina: ya que la religión papista es así, que considera no solo
lícito, sino meritorio, matar y destruir toda opinión que difiera de la suya,
si así sirviere al interés de su detestable religión”.
La
acusación se lanzó entonces en un ataque contra las “absurdidades” de la
transubstanciación, la doctrina católica de que la sustancia del pan presentada
para la Eucaristía se transforma en el Cuerpo de Cristo. De algún modo, el
tribunal consideró todo esto relevante para el caso.
Como
ningún abogado estaba dispuesto a asistirle, Ury tuvo que defenderse él mismo.
Presentó testigos que testificaron que él era de verdad profesor de latín.
También se esforzó en mostrar que no era “papista” sino, más bien, anglicano.
Sin embargo, nadie le escuchaba. Fue declarado culpable el 29 de julio, el
mismo día del inicio del juicio. El jurado de 12 personas necesitó 15 minutos enteros
para deliberar.
Según
el tribunal, había dos razones para ejecutar a Ury: la primera, que era “una
persona eclesiástica, por pretendida autoridad de la Sede de Roma y venida a
permanecer en la Provincia de Nueva York”. La otra razón fue su papel entre los
“conspiradores en la Trama de los Negros para incendiar la ciudad de Nueva
York”.
Mientras
estuvo en prisión esperando su ejecución, Ury escribió un discurso que abordaba
su inminente destino. “Ahora voy a sufrir una muerte acompañada de ignominia y
dolor; pero este es el cáliz que mi padre celestial ha puesto en mi mano y lo
bebo con placer”. Fue al patíbulo el 29 de agosto.
De
ningún modo fue Ury el único en recibir un castigo severo por supuesta
conspiración. De hecho, 18 residentes negros de Nueva York fueron ahorcados,
otros 14 quemados en la hoguera y 71 más desterrados a tierras lejanas. Varias
personas blancas, incluyendo el propietario de la taberna donde comenzó la
presunta conspiración, terminaron también en el patíbulo.
Con
todos los acusados de alborotadores colgados, quemados o exiliados, la ciudad
celebró un día festivo el 24 de septiembre.
La
muerte del no católico Ury sirve de vívido ejemplo de lo intensa que era la
hostilidad anticatólica en aquel tiempo. Con el paso de los años, muchos
mártires han entrado en situaciones inestables de irascibilidad dispuestos a
morir por su religión. Ury no pertenece a esta categoría: él fue obligado a
morir por una fe que ni siquiera era la suya.
Lejos
de ser un agente de rebeliones violentas, lo más probable es que lo único que
tramara Ury fuera cómo dar su próxima clase de latín. Su “martirio” quizás no
fuera de los más gloriosos, pero sin duda sí fue extraño.
Ray
Cavanaugh
Fuente:
Aleteia






