Si piensas que tu amor será mayor cuando se den las
condiciones mejores para amar, estás amando una idea y despreciando a quien
tienes delante, y además pones en manos del otro la condición de tu felicidad
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| By Charly Morlock/Shutterstock |
En ocasiones pongo como condición en el amor, que la
persona amada cambie lo que a mí no me gusta. No soy capaz de amar con un amor
incondicional.
Creo que
amaré más la vida si me va mejor en todo lo que hago. Amaré más lo que hago si
logro más éxitos, si gano casi siempre, si consigo más victorias, si soy más
querido por más gente y con más frecuencia.
Pienso que mi amor será mayor cuando se den
las condiciones mejores para amar. Amaré más a quien me ama si aprende a amarme como yo
quiero, si se comporta como espero, si no comete los errores que detesto, si no
me falla nunca.
Amaré a aquel con el que he soñado, pero
acabaré despreciando al que veo delante de mí que no responde a mis
expectativas.
Pongo en manos del otro, de la vida, del
mundo, la condición de mi felicidad. Seré más feliz, amaré mejor, cuando las circunstancias
que ahora odio cambien en lo profundo y todo sea más fácil.
Tal vez se me
olvida algo clave. Sólo cuando amo la vida como es, las
cosas van a cambiar. Sólo cuando amo de forma incondicional al
otro tal y como es, mi amor logrará que su corazón cambie. Sucederá todo
gracias a mi amor y como respuesta. Nunca como condición previa.
A veces, cuando exijo cambios, lo que consigo es que me oculten los deslices, los retrocesos, las debilidades. Lo he
comprobado.
Mi amor
incondicional puede cambiar el mundo. No amo porque el mundo haya cambiado, sino
que amo y entonces el mundo acaba siendo diferente.
Este pequeño
detalle en mi forma de vivir lo cambia todo. En lugar de quejarme continuamente
por lo que no es como yo espero. En lugar de clamar al cielo por no tener ahora
lo que tal vez no suceda nunca. En lugar de vanas amarguras, aprendo a vivir
con otra mirada.
Pero la incondicionalidad en el amor casi me
parece imposible. Al pensar en Dios me cuesta pensar que me ama
de esa forma.
A veces creo que Dios Padre me quiere más
si me porto bien, si
cumplo con todos los preceptos, si no fallo en mi fidelidad, en mi entrega. No
uno a Dios con la gratuidad. Sino más bien con el deber. Dice la Biblia:
“Señor,
dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! ¿qué es el
hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Le diste
el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies”.
Así es Dios.
Ese Dios que me ha dado la vida y ha creído en mí. Y me ha amado con un amor
incondicional. Comenta el padre José Kentenich:
“Los santos se han hecho santos desde el
momento en que comenzaron a amar. Y esta verdad es correlativa a aquella otra:
han comenzado a amar cuando se creyeron, se supieron y se sintieron amados“[1].
Amados por
Dios de forma incondicional. Creados para el amor. Y guiados en el amor. El
amor de Dios es el que me cambia por dentro. El amor de un
Padre que sale a esperarme al camino y me mira conmovido cuando me acerco.
Esta forma de
saberme amado por Dios es la que me cambia por dentro. La que me enseña a amar.
Así es ese Dios cuyo rostro veo en Jesús. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre”.
Quiero
aprender a tocar ese amor cálido de Dios Padre. Ese amor que me quiere como
soy, como la creatura más maravillosa que ha creado.
Esa mirada de Dios es la que me salva. No
la de un juez sin misericordia que
espera cualquier fallo para condenarme. Dios me ha creado débil, dependiente,
para que aprenda a ser hijo. Para que me sienta niño cada mañana y me vuelva en
mi debilidad a Él para tocar su amor cálido y personal.
Cuando soy débil soy fuerte porque su amor
se hace fuerte en mí. Ese
amor se derrama sobre mí. Quiero mirar a Dios como mi Padre. Me quiere como
soy. Quiere lo mejor para mí.
Desea que lo
ame. Y quiere que sienta su presencia en mi vida conteniendo mis miedos. El
amor del Padre es el que me vuelve hijo.
Al contemplar
la Trinidad pienso en ese Padre que me espera con los brazos abiertos. El amor
que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, es el amor que se me regala a
mí como creatura para cambiar mi corazón.
Es la ley que mueve el universo: el amor.
La victoria
es de ese amor de Padre que sólo desea que yo mismo, al
saberme amado como soy, elija siempre el amor y nunca el odio.
Quiero
grabarme en mi corazón esa imagen de Padre misericordioso. Pienso en ese ojo
con el que represento al Padre. No es un ojo que lo ve todo juzgándolo.
Es un ojo que
vela por mí y me cuida. Vela mis pasos y me ama. Me mira con ternura y cuida mi
camino para que no me pierda. Es un ojo providente que me conduce para que mi
vida sea plena. Sale a mi rescate cuando ve que camino extraviado.
La
confianza en ese Dios que me ama y salva es la que necesito para caminar. Confío en su amor incondicional. No
me ama menos cuando fallo.
Es como el
amor de una madre. Cuanto más fallo y caigo, más se conmueve y sale a
socorrerme. Me abraza por la espalda y me sostiene. Es su mano en mi barca la
que lanza el ancla para que viva anclado en Él. Decía el Padre Kentenich:
“En la
expresión Abba, querido Padre, se expresa un cobijamiento, una tranquilidad y
una paz sumamente profundas”[2].
¡Cuánto me
cuesta creerme que me ama de esa forma! Dios es mi ancla, mi seguro. Atado
entre el cielo y la tierra vivo seguro. Es la imagen de Dios Padre que quiero
grabarme en mi corazón. Un Padre que sale a esperarme con ansia. Y
desea siempre mi bien.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






