Ahí
sientes amparo y seguridad...
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Cuentan que Felipe Neri, ante el ofrecimiento de
cargos eclesiásticos decía: prefiero el paraíso. Frente a las tentaciones del
mundo que tanto atraen. Frente al aplauso y el seguimiento de muchos. Frente al
deseo de tenerlo todo en mis manos aquí en la tierra. Frente a todo eso que me
inquieta tan a menudo. Frente a todo, prefiero el paraíso.
Me veo
preocupado e inquieto. Queriendo retener toda el agua del océano entre mis
manos. Me frustro cuando no resulta. ¿Prefiero de verdad el paraíso? Lo
dudo.
Me gusta el éxito, que hablen bien de mí, que me sigan, que
me aplaudan. Que vean mis publicaciones en las redes sociales. Que les importe
mi vida incluso más que las suyas. Vanidad, todo es vanidad.
Prefiero, o
debería preferir el paraíso. Para no distraerme con la gloria de este mundo.
Para no inquietarme cuando pierda la fama. Para no angustiarme cuando pierda lo
que poseo.
Sé que mi
corazón clama por un hogar. Es la necesidad de todo hombre. Decía el padre José
Kentenich:
“El hombre
sin hogar es comparable a una hoja de otoño en la acera, pisoteada por los
transeúntes”[1].
Antes de ver a Jesús resucitado los discípulos se ocultan en el cenáculo, pero
no tienen hogar. Viven con angustia y sin raíces. No tienen nada. Cuando Jesús
se aparece en medio de ellos todo cambia. El cenáculo se convierte en hogar.
Continúa el Padre Kentenich:
“Estar espiritualmente los unos en los
otros. Eso es hogar;
no es hogar el estar espiritualmente unos junto a otros ni en contra de los
otros. Este concepto pone también de relieve los frutos del hogar: amparo
y seguridad.
El hombre que quiera tener un hogar en cuanto comunión espiritual con los
demás, no sólo debe esperar recibir amparo y seguridad, sino que él mismo ha de
brindar a otros amparo y seguridad”[2].
Sienten
amparo y seguridad. Jesús les ha dado su corazón como un hogar seguro. Allí
pueden descansar. Allí pueden encontrar la paz. Y ellos se han sentido seguros
durante unos días. No demasiados.
Por eso ahora
sufren. Jesús asciende ante sus ojos y tiemblan. Ya no hay seguridad en esta
tierra. El reino con el que sueñan parece que tiene que esperar. Se aferran a
Jesús con los brazos crispados. Quieren retenerlo.
Porque el
amor es así. Posee. Pero el amor verdadero da libertad, no retiene. Los
discípulos tienen que madurar en su amor para dejar ir a Jesús. Sólo entonces
podrá suceder algo más grande en sus vidas.
Solamente
cuando se liberen de su egoísmo, cuando dejen de pensar cuánto van a echar de
menos la carne de Jesús, ahí podrán abrirse a su Espíritu.
Mientras no
lo hagan su corazón permanecerá cerrado. No tendrán hogar espiritual hasta que
se dejen tocar por el amor del Espíritu Santo. Tienen que mirar más alto, como
san Felipe Neri. Tienen que preferir el paraíso.
Estoy de paso
en esta vida. Todo es vanidad. Mis días, mis angustias, mis quejas, mis
miedos. Todo es vanidad porque pasa y no pesa lo que una
pluma. ¿Cuánto cuentan para Dios mis días? En su presencia me siento pequeño.
Miro al cielo
mientras asciende Jesús ante mis ojos. Se lleva mis seguridades, mi abrigo, mi
hogar. Se lleva todas mis raíces y pretensiones. Se lleva mis sueños en esta
tierra. Todo es demasiado poco profundo. Todo es finito.
Hoy es y
mañana ya habrá sido. Y me inquieto en ese segundo eterno en el que pienso que
se juega mi vida. Me angustio y pierdo la esperanza.
Miro al cielo
y veo a Jesús que asciende ante mis ojos. Prefiero el paraíso que voy a
compartir a su lado para siempre. Prefiero toda mi vida con Él en ese cielo
que será una continuación preciosa de lo que aquí he comenzado a amar.
Será un hogar
hondo para siempre en el que no habrá término. Allí no habrá un después. Será
una alegría permanente. Un estar los unos en los otros de forma ininterrumpida.
Sin esperas, sin agobios.
Todo será pleno, sin carencias, sin fracasos. Allí no
habrá pecado, ni infidelidad. En Dios todo es amor. Y lo que no es amor será
purificado.
Miro al cielo
en este día en el que también yo deseo retener a Jesús. En lo humano de mis
sueños y pretensiones. Lo quiero retener en mis manos heridas.
Para no estar solo. Para que sea ya el tiempo de su reino. Me
abro a su Espíritu.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia