El 7 de
noviembre, solemnidad de María Medianera de todas las Gracias, cumpliremos con
mi esposa 19 años de casados. 19 bellísimos años que no cambiaría por ninguna
otra etapa de mi vida. Hoy puedo decir que han sido años de paz y armonía
conyugal, pero no una paz de cementerio, sino una paz de familia, es decir, una
paz conquistada a fuerza de lucha, por paradójico que pueda sonar. No fue fácil, porque justamente
esta armonía conyugal, que es parte de la santificación del
matrimonio, es uno de los frutos del sacramento.
Y es que el matrimonio es un sacramento “raro”. En todos
los demás los elementos constituyentes son claros y distintos. En éste, los
contrayentes son al mismo tiempo materia, ministros y beneficiarios, y el
consentimiento libre es la forma. Por más que el catecismo lo explique de todos
los modos posibles, el matrimonio es una de esas cosas que hay que vivirlas
para poder entenderlas bien.
Particularmente
me hubiera gustado que alguien me explicara todo esto con mayor
profundidad cuando me casé. Por eso a continuación enumero las 9 verdades sobre la vida conyugal que
quisiera haber comprendido mejor antes de casarme
1. No existe un plan B. El
matrimonio es para toda la vida.
En el curso prematrimonial
esto parece quedar siempre claro. Desde toda la vida había tenido buenos
ejemplos: mis padres se amaron y se respetaron en salud y enfermedad, en
prosperidad y en adversidad. Siendo el menor de doce hermanos, me consideraba
“inmune” al espíritu de la época: “a
mí no me va a pasar” sostenía, porque amaba a esa mujercita
que se había metido en mi vida como nunca había amado a nadie. No solo hay que
saber la verdad, también hay que comprenderla y amarla. Y por solo saber, y
faltarme la comprensión y el amor a la Verdad, me encontré en medio de una
crisis conyugal preguntándome “si no me habría equivocado al casarme”. Inevitablemente eso
lleva a pensar “si no habría
una compañera más adecuada”, y de allí a despreciar a la
bellísima persona que Dios puso a mi lado para mi santificación hay un solo
paso. El matrimonio es
para toda la vida, y lo que lo hace una aventura maravillosa es precisamente
ese mandato de uno con una para toda la vida. Cuando esto está
claro, las crisis conyugales se convierten siempre en oportunidades para crecer
juntos.
2. El matrimonio no se
trata de mi felicidad.
Esta es una
verdad clave y no la aprendemos hasta mucho después de habernos casado.
Especialmente los hombres. Muchas parejas al preguntarles en forma individual
para qué se casaron contestan casi unánimemente: “me casé para ser feliz”. Pero el matrimonio no es una caja
mágica de la que podemos extraer felicidad: no habría divorcios si fuera algo
así. El matrimonio se
trata precisamente de buscar, con todas mis fuerzas, la felicidad de mi
cónyuge. Mi felicidad tiene que basarse en ver feliz a las
personas amadas: esposa e hijos. Una vez que se comprende esto y que esto se
convierte en el eje de la relación, el matrimonio florece y podemos comenzar a
ver los frutos del sacramento.
3. La comunicación es más
efectiva que el silencio, siempre.
Tal vez habría
que reformular esta verdad: el silencio es comunicación. El
silencio generalmente comunica hostilidad, desinterés y mala predisposición, y
eso mata a la relación casi indefectiblemente. El problema es que hay aquí un
desfase en el modo en el que manejamos la comunicación hombres y mujeres cuando
estamos estresados. Cuando una mujer está estresada necesita desesperadamente
hablar; pero cuando un hombre está estresado, lo que menos necesita en la vida
es hablar del estrés que lo aqueja. Y esta sencilla diferencia hace que
muchísimas veces nuestras esposas perciban nuestro silencio como hostilidad, o
que nosotros percibamos la necesidad de hablar femenina como una amenaza. Enseñanza:
si mi esposa está estresada yo la escucho sin corregirla y sin querer resolver
sus conflictos. El solo hecho de poder hablar y contarme sus problemas le ayuda
a resolverlos. Y si yo estoy estresado, ella me deja que me tranquilice y,
luego yo mismo la busco para poder comunicarnos.
4. Servir me beneficia.
Otra gran
maravillosa verdad: el matrimonio es una comunidad de servicio. Si yo sirvo a
mi esposa y mi esposa me sirve a mí, todos salimos beneficiados. Los
hombres no comprendemos muchas veces esto porque vemos que nuestra mujer sirve
casi instintivamente y nosotros… bueno, nos queda bastante cómoda esa
situación. Y aquí fallamos en la comunicación, porque nuestras queridas esposas
muchas veces creen que si ellas siguen dando en la relación, nosotros nos
daremos cuenta y querremos dar al mismo tiempo. Generalmente no funciona así.
Dos cosas me
ayudaron a comprender esta verdad: la primera que mi esposa me lo dijo, no usó
el mejor tono para decírmelo, pero me lo dijo, y hasta ese momento yo no me
había percatado de todo lo que hacía ella y de todo lo que yo no hacía. La
segunda fue el nacimiento de nuestros hijos. En el momento en el que comencé a
servirla porque ella estaba con el postoperatorio de la cesárea me di cuenta de
que hay una gran verdad en el dicho de Nuestro Señor: “Hay mayor felicidad en dar que en
recibir” (Hch 20, 35). Pero es una verdad que tenemos que
recordar a diario y ofrecernos a nuestra esposa en una actitud servicial.
5. El conflicto no es señal
de que seamos una pareja disfuncional.
Y diría que la
contraria es válida: la falta absoluta de conflicto es señal de que “nos
rendimos”. Un matrimonio que discute es un matrimonio que tiene dos personas
con igual dignidad vivas, y por lo tanto, muchas veces con diferencias de
criterio y opinión. Como dije al principio: la vida es lucha y la paz completa
existe probablemente solo en el cementerio. Un matrimonio totalmente carente de
conflictos está en proceso de muerte. Esto no quiere decir que tengamos que
buscar el conflicto para que nuestro matrimonio “reviva”. Solamente tenemos que
ser conscientes de que somos humanos falibles y por lo tanto en algún momento
va a surgir el conflicto. Y cuando el conflicto surge, podremos tomarlo como
oportunidad para aprender más, y para ser más caritativos como pareja.
6. Para un matrimonio
fructífero se necesita de tres: Dios, tú y yo.
¿Dije ya que el
matrimonio era un sacramento? ¡Y los sacramentos son signos eficaces de la
gracia! Este se debe
renovar todos los días, pero no solo ante nuestro cónyuge. Se debe renovar la
promesa ante Dios para que su gracia actúe. Y ¿cómo
renovamos la promesa? Haciendo cada una de estas cosas que hemos estado viendo:
reconociendo que es para siempre, poniendo primero a nuestro cónyuge,
poniéndonos en lugar del otro para comunicarnos, sirviéndonos mutuamente y
teniendo presente que todo conflicto es una oportunidad de Dios para nuestra
santificación personal. Todo eso es posible sólo si Dios es un invitado
frecuente en nuestro matrimonio. Rezando juntos y con los hijos, participando
de la Santa Misa y acogiéndonos al perdón de Dios cuando las cosas no fueron
conforme a su Plan para nuestra vida.
7. Los hijos son un regalo
y una encomienda de Dios.
¡Vaya si lo
sabremos! Nuestra primera hija murió al día siguiente de nacer. “El Señor me la dio, el Señor
me la quitó, bendito sea el nombre del Señor” (Jb
1,21). Pero una cosa es decirlo y otra cosa es pasarlo. Nuestra misión en la vida es que
nuestros hijos sean santos, ni más ni menos. Esa es
nuestra misión como padres y con nuestra primera hija, cumplimos. Luego
llegaron los consuelos de Tomás, Matías y Francisco que deberán hacer el
“camino largo”. Nuestro único asidero a la cordura luego del fallecimiento de
Cecilia fue saber que ella ya era santa y feliz, infinitamente más feliz que lo
que nosotros hubiésemos podido hacerla en cualquier circunstancia. ¿Y qué pasa
con los matrimonios que no reciben ese regalo? ¡Pueden recibir la encomienda!…
ya sea para santificar a los hijos de otros, mediante la adopción, o siendo un
matrimonio lleno de fruto ayudando en su parroquia o movimiento eclesial.
8. Un buen matrimonio es la
unión de dos buenos perdonadores.
Aquel que no
perdona en el matrimonio es como aquel que toma veneno y espera que el otro se
muera. ¿Verdad que no tiene mucho sentido? Para pedir perdón tenemos que ser
muy humildes, y para perdonar tenemos que ser misericordiosos. “Sed, pues, misericordiosos,
como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Y esto es
profundamente cierto en el matrimonio. “Perdónanos, como nosotros perdonamos”. ¡No podemos pedir perdón a Dios si
no estamos dispuestos a perdonar a nuestro cónyuge! Cuando
nos perdonamos y expresamos ese perdón mediante la reconciliación también
estamos enseñando a nuestros hijos a ser humildes y misericordiosos.
9. El matrimonio ofrece la
posibilidad de máxima realización personal.
No se dice mucho
esto. Pero la realidad es que el matrimonio es ¡sensacional! “Dios nos crea a Imagen y semejanza
suya, varón y mujer nos crea” (Gn 1,27). Y es lógico que en
nuestra naturaleza busquemos nuestro complemento. “Tú me completas” es un piropo muy frecuente, porque es
una verdad intuida. En el
matrimonio podemos encontrar esa sensación de plenitud personal de que todo lo
nuestro está en plena armonía. Tertuliano lo resumía así: ¿Cómo podré expresar la felicidad
de aquel matrimonio que ha sido contraído ante la Iglesia, reforzado por la
oblación eucarística, sellado por la bendición, anunciado por los ángeles y
ratificado por el Padre? (Ad Uxorem, 9). Todo esto enmarcado
en una gran verdad: para ser plenos hay que entregarse, y para entregarse
hay que poseerse, hay que ser dueño de uno mismo, y eso no es una cosa que se
compre en los mercados, exige una madurez y un equilibrio que cuesta mucho
tiempo y oración conseguir.
Por: Andrés D' Angelo
Fuente:
Catholic-link.com