La vida no es un conjunto de actos fortuitos desparramados
por los caminos por manos misteriosas, seguro que hay un corazón pensando el
mundo, amando al hombre
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© Oleh Slobodeniuk / CC |
No
sé si las cosas que me suceden tienen que ver con el azar, con la suerte, con
la casualidad. Sé que hay un plan de Dios que no alcanzo a entender con mi
conocimiento limitado. Un plan de amor que no veo, ni comprendo.
Me dicen que Dios conduce en
sus manos mi vida y me muestra el camino verdadero. Suceden cosas en mi
caminar. Yo las interpreto y busco explicaciones.
Ante las desgracias me quedo
sin palabras. Cuando es bueno lo que me sucede, simplemente sonrío y me alegro. Algo querrá Dios conmigo, me digo.
No entiendo muy bien lo que
tengo que hacer. No tengo yo un plan previsto. O quizás sí. Planes perfectos
que espero se hagan realidad. Y cuando no sucede todo como yo quiero, me turbo.
La
suerte, la casualidad, ¿es la acción de Dios oculta en el tiempo?
Sé que en Dios no hay
tiempo, ni espacio. Y sé que en Él todo
está unido, integrado, en armonía. Pero aquí, en mi vida, todo sucede sin un
orden.
Llegan las decisiones
equivocadas. Suceden los fallos que provocan desgracias. Veo tantas vidas
fracasadas. Muertes prematuras sin sentido.
Hay derrotas y éxitos. ¿Por qué me empeño en buscarle un sentido a
todo? Prefiero callar ante lo que no entiendo.
¿Dónde está la casualidad
actuando? ¿O es Dios gritándome escondido detrás de lo que acontece?
No
sé si todo lo que hago está dentro de un plan previsto. O si Dios improvisa a
medida que yo avanzo por la vida, recalculando mi ruta. Asume todos mis errores
en medio de un camino trazado.
¿Hay acaso un camino
trazado? ¿Dónde acaba mi libertad? ¿Cuándo
soy yo el que elige? La casualidad forma parte de mi vivir diario. O
la suerte.
Me
encuentro tropezando con cosas que suceden por azar, o guiadas por el viento de
una mano poderosa, de un corazón que ama y no deja nunca de amarme.
Me falta confianza para
creer que Dios lo puede hacer todo nuevo en mí en medio de tantas oscuridades.
Quiero más confianza en ese
Dios que me espera al final del camino, o en medio de mis dudas. Ese Dios que
me ama como soy y no se olvida de mi vida. Quisiera gritar lo que leía el otro
día:
“Toma
Tú, Padre, el timón de mi vida. Tú tienes un plan para mí. Yo quiero ese plan
con toda mi alma. Quiero lo que Tú quieras y rechazo lo que Tú rechaces.
Ayúdame a ver los caminos del mar a través de tus ojos”.
Esa mirada confiada es la
que necesito. Para distinguir a Dios
oculto en medio de casualidades. Un encuentro fortuito. Un retraso. Una
pérdida. Un abandono. Un olvido. Una palabra. Un silencio. Detrás de todo está su mano guiando mi barca.
Con el miedo que me dan a mí
las tormentas solitarias. Cuando siento que todo va a hundirse a mi alrededor.
Quiero
confiar. Pero mi alma quiere controlarlo todo. Que no se me escape ningún cabo. Que
no quede nada expuesto al viento veleidoso del azar.
Quiero lo que quiero. Lo sé
muy bien. Y desprecio lo que me duele, lo que temo, lo que me cuesta. Que eso
no suceda ni por casualidad.
Vuelve a mí la palabra providencia. Un plan de amor. Un sueño para mi
vida.
¿Y
si no acierto con las elecciones correctas? ¿Y si me aparto en exceso de esa
ruta que iba a hacerme feliz?
Dios
nunca me deja solo, lo sé, lo entiendo. Pero el corazón se resiste a dejar el
timón en las manos de Dios. No soy tan libre.
¿Y si un montón de
casualidades me llevan por el camino que no quiero dejando de lado otros
posibles?
La
suerte, la casualidad. ¿Existen? ¿O es la mano de Dios que me guía en ellas?
No pretendo saber lo que
Dios quiere. No busco explicaciones. El padre José Kentenich vivió en su vida
la incertidumbre y la confianza:
“Para
mí era suficiente la seguridad, en la mente y en el corazón, de estar
trabajando en la realización de un plan divino. Esa seguridad nunca vaciló, ni
en lo mínimo, tampoco hoy. De ahí mi tranquilidad soberana en medio de las
tormentas más recias”.
Deseo
esa seguridad de saber que estoy realizando el sueño de Dios. El plan de
felicidad para mi vida.
Quisiera vivir con esa
tranquilidad cada día. ¿Cómo distinguir
el querer de Dios de mi propio querer?
En medio de tantas aparentes
casualidades, en medio de la oscuridad su
amor me guía. Distingo su querer.
Muchas veces me duele.
Porque sé que la decisión que quiere de mí es un bien para mi vida, para otros.
De
momento sólo veo lo que cuesta. Con el tiempo entenderé sus deseos. Miro la
hondura de mis raíces. La profundidad de mis anclas. Las pocas velas de mi
barca dispuestas a acoger todo el viento posible.
Pero tengo miedo a la vida
que no controlo. ¿Y si todo no es como
yo pensaba? Esa manía tan mía de hacer cálculos. De esperar que las
cosas sucedan de una determinada manera.
¿Cómo me imagino a mí mismo
con ochenta años? ¿Cómo me sueño? Y me turbo pensando que no me veo. No me
distingo. Dejo a un lado las cábalas. Poco importan.
La
vida no es un conjunto de actos fortuitos desparramados por los caminos por
manos misteriosas. Seguro que hay un corazón pensando el mundo, amando al
hombre.
Una presencia diciéndome
cuánto me quiere. Un rostro de Padre. Y la herida abierta del Hijo que me amó
hasta el extremo.
Seguro que en mis errores
una mano me levanta. Por encima de todos mis miedos. De mis dudas. Y me lleva
por caminos anchos en los que no hay muchas certezas y sí tantas dudas.
Pero no temo. No pretendo
hacerlo todo perfecto. Me conformo con soltar por un rato las manos del timón.
¿Querrá Dios llevarme a
puerto seguro? ¿O mar adentro? No me importa. Si su mano guía mis pasos, lo demás poco importa. Yo quiero estar con Él.
Para siempre.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia