Palabras del Papa antes de
la oración mariana
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Ángelus 7 julio 2019 © Vatican Media |
En
este 14º domingo del tiempo ordinario, el Papa Francisco desde la ventana del
estudio del palacio Apostólico Vaticano, se dirige a loa peregrinos reunidos en
la Plaza de San Pedro para recitar el Ángelus.
Palabras del Papa antes
del Ángelus
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La
página del Evangelio de hoy (cf. Lc 10,1-12.17-20) presenta a Jesús que envía
en misión setenta y dos discípulos, además de los doce apóstoles. El número
setenta y dos probablemente indica todas las naciones. De hecho, en el libro
del Génesis se mencionan setenta y dos naciones diferentes (cf. 10,1-).32). Así
pues, este envío prefigura la misión de la Iglesia de proclamar el Evangelio a
todas las naciones. A estos discípulos de Jesús les dice: “La mies es
abundante, pero hay pocos obreros. Rueguen pues, al ¡Señor de la mies que envíe
obreros a su mies!” (v. 2).
Esta
petición de Jesús es siempre válida. Debemos rezar siempre al “dueño de la
mies, es decir, al Dios Padre, para que envíe obreros a trabajar en su campo,
que es el mundo. Y cada uno de nosotros debe hacerlo con el corazón abierto,
con una actitud misionera; nuestra oración no debe limitarse sólo a nuestras
necesidades, a nuestras carencias: una oración que es verdaderamente cristiana
es también así si tiene una dimensión universal.
Al
enviar a los setenta y dos discípulos, Jesús les da instrucciones precisas, que
expresan las características de la misión. La primera -ya lo hemos visto-:
oren; la segunda: vayan; y después: no lleven una bolsa o una alforja…; digan:
“Paz a esta casa...” quédense en esa casa… no vayan de una casa a otra; curen a
los enfermos y díganles: “El Reino de Dios está cerca de ustedes”; y, si no los
acogen, salgan a las plazas y despídanse (ver vv. 2-10). Estos imperativos
muestran que la misión se basa en la oración; que es itinerante, no está
detenida, es itinerante; que requiere desapego y pobreza; que lleva paz y
sanación signos de la cercanía del Reino de Dios; que no es proselitismo sino
anuncio y testimonio y que también requiere la franqueza y la libertad
evangélica para irse, subrayando la responsabilidad de haber rechazado el
mensaje de la salvación, pero sin condenas ni maldiciones.
Si
se vive en estos términos, la misión de la Iglesia se caracterizará por la
alegría. Y como termina este pasaje: “Los setenta y dos regresaron llenos de
alegría” (v. 17). No se trata de una alegría efímero, que brota del éxito de la
misión; al contrario, es una alegría enraizada en la Promesa que -dice Jesús-
“sus nombres están escritos en el cielo” (v. 20). Con esta expresión se refiere
a la alegría interior e indestructible que surge de la conciencia de haber sido
llamado por Dios a seguir a su Hijo. Es decir, la alegría de ser sus
discípulos. Hoy por ejemplo: Cada uno de nosotros aquí en la plaza, puede
pensar en el nombre que recibió el día de su bautismo: ese nombre está “escrito
en los cielos”, en el corazón de Dios Padre. Y es la alegría de este don la que
hace de cada discípulo un misionero, uno que camina en compañía del Señor
Jesús, que aprende de Él a gastarse sin reservas por los demás, libre de sí
mismo y de sus propias posesiones.
Invoquemos
juntos la protección maternal de María Santísima, para que ella sostenga en
todo lugar, la misión de los discípulos de Cristo; la misión de proclamar a todos
que Dios nos ama, nos quiere salvar, y nos llama a ser parte de su Reino.
Raquel
Anillo
Fuente:
Zenit