Dios no valora nuestra santidad tal como nosotros hacemos a veces, según
las apariencias
Quiero creer
que si pongo todas mis fuerzas en acción llegaré lejos. Casi tan lejos como
sueño. Pero tengo que ponerme manos a la obra, con todas mis fuerzas. Toni
Nadal le decía a su sobrino, el tenista Rafa Nadal, antes
de un partido muy importante:
«Si eres capaz
de jugar cada punto como si fuera el último, si eres capaz de jugar este
partido como si te fuera la vida en ello, si pones más ilusión que él, si estás
dispuesto a correr más que él, yo creo que tendrás muchas opciones de
victoria».
En ocasiones me
tienta la meta que veo ante mis ojos. El objetivo final. El premio que me
prometen. Me tienta el aplauso, el éxito. Pero me olvido de todo lo demás. No
me gustan el sacrificio, el esfuerzo por levantarme después de una derrota, la
lucha oculta que nadie ve por llegar más lejos. Correr más. Luchar más.
Exigirme más.
No todo va a
ser fácil. Eso lo tengo claro. Aunque ahora se empeñan en convencerme de lo
contrario. Todo parece fácil. Y si luego fracaso, no importa, elijo un nuevo
camino, desisto del que llevo ya recorrido. Volver a empezar. Seguir luchando.
No importa cuánto tiempo. Palabras como disciplina, sacrificio,
renuncia, esfuerzo, parecen tan imposibles. Hoy es mejor lo que es
fácil. Y es más valioso lo que se consigue sin lucha.
La santidad es mucho más
Sueño con ser santo, con hacer de mi vida un camino de amor
junto a Jesús. Es un camino de esfuerzo y gratuidad al mismo tiempo. Pero más
gratuidad y don, que esfuerzo. Como escribe el poeta Óscar
Romero:
«De
vez en cuando, nos ayuda dar un paso atrás y contemplar el vasto panorama. El
Reino no solamente está más allá de nuestros esfuerzos, sino que trasciende
nuestra visión. Cumplimos en nuestra vida solamente una ínfima fracción de la
magnífica empresa que es la obra de Dios. Nada de lo que hacemos es completo,
lo cual es otra forma de decir que el Reino siempre nos trasciende. Ninguna
declaración expresa todo lo que puede ser dicho».
Pienso que tocar la santidad es gratuidad. Es la misericordia de Dios que
desciende sobre mi alma y me anima a dar la vida y me levanta. Pero lo que yo
hago, lo que yo entrego, es ínfimo. Es una parte tan
pequeña que hasta me da risa. Creo que yo lo pongo todo. Que sin mí nada es
posible. Que mis palabras contienen toda la sabiduría de Dios.
Encierro en una vasija de barro
todo el fuego de Dios. Pretendo contenerlo. Quiero convencer al mundo entero de
la verdad de Jesús. Y me exijo hacerlo todo bien para llegar a la meta y
mostrar en mi perfección el rostro de Jesús. ¿Con qué fin? ¿Cuánta vanidad hay
dentro de mí? Quiero que el mundo se salve, yo el primero. ¿Es esa la santidad
a la que aspiro? El reino queda tan lejos, es tan grande que no lo abarco.
Me siento pequeño en una misión imposible. Dar de comer a tantos. Llevar la
alegría a todos los tristes. La esperanza a los que se encuentran tan perdidos.
La santidad no tiene que ver con hacerlo todo bien. En ello siempre estoy en
deuda. Me esfuerzo, me exijo, estoy dispuesto a dar la vida y luego me
encuentro tan limitado en la entrega, tan pecador, tan poco fiel.
Las apariencias
¿Quiénes son las personas más santas que
conozco? ¿Qué baremos uso para determinar su nivel de santidad? Me quedo
en la apariencia muchas veces. Juzgo a los pecadores y a los santos por lo que
veo por fuera. Y lo de dentro lo pongo yo con mi imaginación.
Si es santo
en apariencia, seguro que hará todo bien en su casa y
desprenderá olor a incienso a su paso. Si me parece pecador por fuera,
por algún pecado público cometido, imagino las aberraciones que hará en su
tiempo libre, aquello que no se ve. Mi forma superficial de medir el grado de
santidad de los demás me impresiona. Me quedo en un acto solo y salvo
o condeno toda su vida.
Menos mal que Jesús
no me mira así. ¿No lucho yo cada día con toda mi alma por ser
santo en cada cosa que hago? ¿No intento en esa lucha estar a disposición de lo
que Dios quiera hacer conmigo? Decía el P. Kentenich: «He
aquí el anhelo del hombre religioso de hoy: ver lo divino personificado; busca
santidad vivida. La santidad de la vida diaria da una respuesta clara a ese
anhelo».
Quiero ver a
Dios hecho carne en hombres enamorados de su amor.
Quiero ser yo ese hombre enamorado que refleje la misericordia de Dios. Jesús
mira mi vida completa. Cada acto, cada pensamiento, cada deseo del corazón. No
me juzga sólo por un pecado o sólo por un acto heroico. Su juicio es misericordia.
Mira todo lo que hay en mí. Mi vida completa. Con sus luces y sombras. Ve lo
bueno dentro de mi carne herida. Y me ama.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia