Aunque
a veces no lo crea, sufriendo mi vida vale más la pena
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| By Asier Romero/Shutterstock |
La
vida me confronta con su final. La salud cobra sentido en la enfermedad. Me
cuesta tanto entender el sentido de muchos de mis pasos camino al cielo… El
otro día leía:
“Valemos
más por lo que sufrimos que por lo que hacemos”.
Me queda claro. Pienso a
veces que si hago una determinada cosa cambiaré mi entorno, mi mundo, el
corazón de las personas.
Me
aferro de forma obsesiva al sueño de hacer todas las cosas bien hechas. Pero no
lo consigo porque soy débil.
Pienso que valgo más cuando
más hago. O al menos alguien ha metido en mi corazón esta idea como un
pensamiento demasiado fuerte y obsesivo.
Y entonces juzgo en mi interior al que no hace nada,
al que no actúa, al que no se pone a servir a los demás en lugar de servir
sus intereses, al que no toma la iniciativa para ayudar a otros, al que no vive
sólo para los demás.
Y hoy escucho que valgo más
cuando más sufro. Pero si precisamente eso es lo que trato de evitar a toda
costa.
No
quiero sufrir,
no quiero padecer, no quiero tener dolor, no quiero que me cuesten las cosas
que hago.
Me obsesiono por vivir una
vida fácil, cómoda, protegida, segura. Como si eso fuera lo verdaderamente
valioso e importante en esta vida.
¿Dónde
tengo puesto mi corazón? ¿Dónde he echado raíces de verdad? De
lo que hay en mi corazón habla la boca. Lo tengo muy claro.
Pensar que el sufrimiento es
lo que me da valor me impresiona. Hay
personas que sufren de forma continua. En sus vidas padecen dificultades y
crisis.
Experimentan el abandono y
la soledad. El vacío y el sinsentido. Sufren enfermedades difíciles. Parece como
si no hubiera esperanza en su corazón.
¿Valen
más que los que hacen mucho? Sí, en el corazón de Dios.
Y yo me siento parte de ese
grupo de los que hacen muchas cosas y valen poco. De esas personas que han
colocado el corazón en el lugar equivocado.
De los que no sufren tanto y
valoran más las obras, los actos. Y luego se encuentran vacíos. Sufrir mucho y acabar muriendo es el
camino común de tantas personas.
Y de repente me cuesta
encontrarle sentido al sufrimiento injusto, al sufrimiento inútil. ¿O acaso
tiene el sufrimiento un sentido en un plan divino que no alcanzo a descubrir?
¿Como si una especie de
puerta se abriera en el cielo para acercarme a lo más hondo del corazón de
Jesús?
¿Y dentro de ese corazón
empiezo a sentir su amor de una forma como antes nunca lo había sentido?
¿Es posible entonces
comprender que en una dinámica que no entiendo se hace realidad el plan de Dios
que le da sentido a todo lo que sufro? ¿Es
posible tocar el cielo con las manos rotas?
No lo sé. Pero seguro que no es posible tocarlo con las manos
demasiado ocupadas, demasiado llenas de cosas, de preocupaciones, de deseos.
Veo que mis manos están así
de atareadas con mil proyectos intentando hacerlos todos posibles. Y no me
resulta.
Quisiera ser luz de
esperanza en un mundo en el que creo que predomina la oscuridad y la tiniebla.
Una luz que brilla en medio
de la noche. Algo de esperanza sembrada
en medio del desánimo.
¿Cómo entender la muerte de
un joven que solo soñaba con ser santo? San Luis Gonzaga, un seminarista
jesuita que murió muy joven después de servir con generosidad a tantos
enfermos, escribe:
“Al
sumergir mi pensamiento en la consideración de la divina bondad, que es como un
mar sin fondo ni litoral, no me siento digno de su inmensidad, ya que Él, a
cambio de un trabajo tan breve y exiguo, me invita al descanso eterno y me
llama desde el cielo a la suprema felicidad, que con tanta negligencia he
buscado, y me promete el premio de unas lágrimas, que tan parcamente he
derramado”.
Me conmueve la reflexión de
ese joven que va a morir antes de realizar sus sueños en la tierra, sueños de
entrega total a Dios, de santidad.
¿Cómo aceptar el sufrimiento
que parece no tener sentido, ese sufrimiento tan largo, tan duro? ¿Cómo aceptar
la muerte prematura, demasiado pronto, antes de lo esperado?
Me hace falta una mirada
puesta en el cielo como promesa.
¿Cómo asomarme al
desconcierto que provoca en el alma la muerte de inocentes, el abandono de los
que necesitan hogar, la soledad de los que buscan compañía, el dolor de los que
sólo quieren calmar dolores, el rechazo de los que sólo quieren dar amor?
¿Cómo se pueden entender
tantas paradojas que se dan en mi camino?
Tal vez sólo mirando al
corazón de Jesús, en lo más profundo de sus entrañas, allí donde la lanza abre
una brecha y deja escapar la luz y el viento, el agua y la esperanza.
Solamente allí donde deja de
haber tinieblas para iluminar mi vida tenuemente con una luz profunda que todo
lo vuelve claro.
Me resisto a creer que el
sufrimiento es en vano. Creo, no sé bien cómo, que mi dolor va haciendo
profundo el surco en la tierra que Dios ara.
Y Él
se encarga de sembrar semillas allí donde mi sangre logra hacer más profunda la
grieta. Y no sé bien cómo en algún lugar, en algún corazón, dará fruto esa
semilla que Dios mismo ha sembrado a través de lo que yo sufro.
¿Tendrá sentido entonces
todo lo que estoy sufriendo? ¿Valdrán la pena tantas horas invertidas dando la
vida en el silencio de mi dolor?
Tal
vez sólo en el cielo veré el sentido de las flores que crecen a lo largo de ese
surco. Mientras tanto aquí en la tierra sigo
confiando en un plan de Dios lleno de amor y esperanza que permanece oculto.
Un plan que desconozco. Un
plan que me desborda. Y sigo creyendo que detrás del dolor existe una ventana
abierta al cielo que me habla de una esperanza que yo anhelo en el fondo de mi
alma.
Sigo creyendo que, si me
entrego a Jesús, a su corazón abierto, lograré sentir, aunque sea sólo por un
día, tal como Él sintió.
Y podré darme con la misma
generosidad con la que Él se da. Y podré amar sabiendo que sufriendo mi vida
vale más la pena.
Y
que todo lo que yo hago al fin y al cabo son sólo gotas en un mar inmenso, ese
mar sin orillas de su amor por mí.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






