Esta mala costumbre es una forma de
self-service ajena por completo a la tradición eclesial
Una mala
comprensión del misterio de la Eucaristía se tradujo en una praxis, en una
práctica, que era un abuso absoluto. Hace años era muy frecuente que se dejase
la patena y el cáliz sobre el altar y que cada fiel pasase y comulgase
directamente por sí mismo, una forma de self-service ajena por completo a la
tradición eclesial, mientras el sacerdote permanecía sentado. O también se
hacía otra variante, la de pasar de mano en mano la patena y luego el cáliz
estando todos sentados.
La concepción
sacramental que había detrás es de una gran pobreza. Se consideraba el
santísimo sacramento de la Eucaristía como una simple comida de fraternidad, y
se quería realizar de modo que fuese semejante a una comida de amigos, llena de
igualitarismo y de informalidad. Pero, ¿acaso la Eucaristía es comida de
amigos? ¿Lo que Jesucristo realizó al instituir la Eucaristía en la Última Cena
era una comida de colegas, sin más? ¡Es evidente que no! Estas son concepciones
nuestras, que hemos secularizado totalmente la persona de Cristo y sus
acciones. Son concepciones de una teología liberal, del modernismo, que niegan
la divinidad de Cristo y naturalizan todo lo que Él es y realizó.
Esa forma de
autocomunión se hizo común en Misas para grupos reducidos en convivencias y
encuentros, en campamentos juveniles, en Misas domésticas para “comprometidos”,
y en algunos casos incluso en las Misas parroquiales. Pero es un completo
abuso, es una
aberración ante el Misterio de la Eucaristía.
En la
Tradición de la Iglesia, siempre es un ministro el que entrega la Comunión al
fiel con una fórmula para que se responda “Amén”, como profesión de fe en la
Presencia real de Cristo. ¡Cuántas veces san Agustín comentó la fórmula “El
Cuerpo de Cristo” y la respuesta del fiel “Amén”! Después el diácono ofrecía el
cáliz al fiel para que bebiera un poco, casi se mojase los labios simplemente,
diciendo: “La Sangre de Cristo”, a lo que se respondía: “Amén”. Esto es común a
todos los ritos y familias litúrgicas. En nuestro rito hispano-mozárabe, se
distribuye la comunión diciendo: “El Cuerpo de Cristo sea tu salvación - Amén”,
“La sangre de Cristo permanezca contigo como verdadera redención - Amén”. O en
la divina liturgia de San Juan Crisóstomo, el rito bizantino, se dice: “El
siervo de Dios N. recibe el Cuerpo y la Sangre de Cristo para el perdón de los
pecados y la vida eterna”.
No era el fiel
quien tomaba directamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino que se le
entregaba, y la fórmula de distribución de la comunión era una profesión de fe
en la Presencia real para que el comulgante la rubricara diciendo “Amén”, algo
que, evidentemente, no se hace cuando se autocomulga, dejando sin más el Cuerpo
y la Sangre del Señor sobre el altar para libre disposición de todos.
Por supuesto, ni
qué decir tiene, que esta posibilidad no aparece en la Introducción General del
Misal romano al describir el rito de la comunión (cf. IGMR 84-85. 160-162.
285-285). Al contrario, se afirma taxativamente: “No está permitido a los fieles tomar por sí mismos el pan consagrado ni
el cáliz sagrado, ni mucho menos pasarlo de mano en mano entre ellos” (IGMR
160). Nadie puede achacar este abuso a la liturgia actual, como si lo aceptase.
Más
recientemente, la instrucción Redemptionis sacramentum lo recordaba y reafirmaba
la disciplina sacramental: “No está permitido que los fieles tomen la hostia
consagrada ni el cáliz sagrado «por sí mismos, ni mucho menos que se lo pasen
entre sí de mano en mano». En esta materia, además, debe suprimirse el abuso de
que los esposos, en la Misa nupcial, se administren de modo recíproco la
sagrada Comunión” (n. 94).
¿Por qué esta
disciplina? La liturgia siempre
es un DON que se recibe, no algo que se toma por sí mismo. Es
la dinámica sacramental de la Iglesia, donde todo se recibe como un Don: nadie
se bautiza a sí mismo, nadie se absuelve de sus pecados a sí mismo, nadie se
unge con óleo de los enfermos a sí mismo… La mediación de la Iglesia entrega el
Don sacramental. Lo mismo ocurre con la santísima Eucaristía: nadie se la
administra a sí mismo, nadie se autocomulga (ni siquiera el diácono, que debe
recibir la comunión de manos del sacerdote, ni tampoco un sacerdote que no haya
concelebrado y asista a la Misa). ¡Se recibe como una gracia y se profesa el
“Amén” que ratifica la fe en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía!
La aberración
de la autocomunión debe ser extirpada de raíz.
Por: P. Javier Sánchez Martínez






