La experiencia de una mamá, hecha de lloros, gritos, enfrentamientos y
oración, con hijos en la edad del "yo tengo que hacer mi vida"
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| By Marian Fil/Shutterstoc |
Adolescentes.
Los
adolescentes hacen como Jesús cuando se aleja de sus parientes y se
queda en el Templo hablando con los ancianos (hubo un tiempo en el que
los “ancianos” eran tratados como sabios, ahora se los trata como piedras en el
zapato: otra situación que muestra la regresión mental de nuestra sociedad).
Jesús está allí hablando, José y María, sus padres, lo buscan durante días.
¿Se lo
imaginan? Yo habría estallado de furia. Cuando le encuentran, le preguntan cómo
se le ha ocurrido eso. Seguramente el evangelista no pueda decirnoslo, pero
siempre he pensado que José estaría enfadadísimo y que María, que siendo la
mamá se la supone más tranquila, se callaría para no decir cosas que cualquier
madre habría dicho en esas circunstancias. O quizás lo hizo.
Yo soy una
gritona de primera categoría. Y si me
enfado, levanto la voz. Con niños pequeños, me ha sucedido cuando he temido por
su salud (cruces de calle peligrosos, por ejemplo) o me han vuelto loca
peleando entre ellos, o también para detener esos berrinches catastróficos que
a veces se producen a los 4/5 años (los de edades anteriores son cortocircuitos
que al revés, necesitan mucha calma): para poner un “stop” hace falta
un grito. Con una continuación de muchos mimos y largas explicaciones
con las aclaraciones debidas.
Pero cuando me
he encontrado en la edad del “yo tengo que hacer mi vida” (como
diciendo “Ahora soy mayor, no me agobiéis”), he gritado. Y a veces
llorado. No he sentido vergüenza, con mis hijos, al decirles que su
actitud me hace sufrir. Lo he admitido siempre con claridad, informándoles
de que me estaban haciendo daño. A veces se lo he gritado a la cara. Y
a veces, como María, les he preguntado por qué me trataban así. Claramente y
pretendiendo una respuesta.
“Hijo, ¿por qué
nos haces esto? Tu padre y yo te buscábamos angustiados” dice María a ese Jesús
de trece años. El tono no era tranquilo y sereno. Para ninguna madre lo es, en
estas situaciones. Y con toda la debida calma, una vez pasada
la tormenta, el enfrentamiento, siempre ha habido explicaciones.
Quizás la
pregunta que más he hecho a mis hijos adolescentes ha sido: “¿Entiendes por qué
me he enfadado?”.
Y siempre he
pretendido saber qué les había impulsado a comportarse, hacer o decir, de esa
maneta. Obviamente la Hija G, como buena chica, tenía la lengua afilada, y con
ella he tenido que dialogar, explicando pero también comprendiéndola un poco
más.
Con el chico,
he tenido que dejarle desinflarse físicamente (mandándolo muchas veces a andar
o correr un cuarto de hora o más), para poder hablar con él.
A menudo he
aceptado las quejas que se me presentaban. A menudo han aceptado (con ganas o
no) los límites impuestos por mí. Y cuando no se
han aceptado, se han impuesto un poco a regañadientes.
He razonado
mucho, cada vez, sobre cuál tenía que haber sido mi reacción y si había hecho
bien o mal. En realidad, también he empezado a aceptar la idea de que
esta es mi manera de ser madre: por desgracia para ellos, es así.
Nunca he sido capaz de fingir, utilizando metodologías comunicativas complejas
leídas en libros o en cursos. Soy este tipo de madre.
Y cuando no he
comprendido qué tenía que hacer, me he confiado, a regañadientes también. Pero siguiendo el camino del “conservar en mi corazón” lo que me estaba
pasando, poniendo todo el paquete completo en las manos de Nuestro Señor,
pensando que…
Si se descubre
la gracia de Jesús, creo que se puede descansar en la paz de saberse amados por
un Dios verdaderamente grande (y no fruto de nuestra fantasía), que nos amó
primero, haciéndonos crecer si confiamos en Él (es la fe que Jesús pide para
que pueda llevar a cabo el milagro) y entonces sí, uno se puede tranquilizar, y
con su ayuda abandonar las tensiones que tenemos en nuestro camino. Pedirle
esto es una buena oración.
Fuente:
Aleteia






