Una reflexión sobre la libertad, la conversión y la vuelta a casa del hijo pródigo
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Ana Francisconi/Unsplash | CC0 |
Cuando me han
preguntado cuál es el texto del Evangelio que creo más refleja el amor de Dios
por el hombre, respondo sin dudarlo que la parábola del Padre
misericordioso. Va acompañada de las parábolas de “la oveja perdida” y de “la
moneda perdida”. Hijo, moneda y oveja reflejan a cada uno de nosotros; el
Padre, la mujer y el pastor, reflejan a Dios; la fiesta por el encuentro del
hijo, de la moneda y de la oveja son manifestación de la alegría de Dios por
recuperarnos.
Dios da a cada
ser humano una herencia que nunca le quita, herencia que el hijo pide a su
padre para poder partir de casa.
En dos cosas
pienso cuando se habla de esta herencia: la inteligencia y libertad o capacidad
para pensar y para decidir. Dos cosas que son irrenunciables en la vida, que
son inalienables; no podemos renunciar a pensar ni a decidir.
Dos cosas que
da el Señor desde el instante de la creación y con las que se ha jugado
toda su omnipotencia, pues sabía que podíamos hacer con ellas lo que
quisiéramos.
Hoy cada quien
decide desde su raciocinio lo bueno y lo malo y cada quien en su libertad toma
las decisiones que quiere, aunque sean erradas para la vida.
¿Pero cuáles
han sido los momentos en los que hemos tomado las peores decisiones de la vida?
Sin duda, cuando hemos estado lejos de casa, cuando nos hemos alejado de Dios.
Lejos de casa
no sabemos administrar la herencia, despilfarramos nuestra inteligencia y
nuestra libertad. Solo delante del rostro de Dios podemos acertar adecuadamente
con las decisiones.
La hartura que
produce estar en casa obedeciendo a los demás lo consideramos un atentado a
nuestra libertad. El crecer nos lleva a pensar que nadie tiene derecho a
instruirnos en lo que debemos hacer. Es ahí donde le decimos a Dios que
queremos salir de casa y vivir nuestra vida como lo queremos.
Paralelamente,
los choques generacionales en la vida de familia se presentan cuando ya no
sentimos que debamos obedecer a nadie, ahí es donde dejamos de ser como
niños y empezamos a ser erradamente grandes. Ahí es donde empiezan los
fracasos y las equivocaciones.
Pero es en esos
golpes que nos pegamos cuando entendemos que papá tenía razón y viene el
deseo de regresar a casa.
¿Quién no ha
sentido que los padres fastidian mucho? Creo que todos hemos vivido la
experiencia. Pero, ¿por qué fastidian los padres? Por una
razón: porque aman.
Fastidiar es
una forma de amar. Debe preocuparnos el día que ellos no vuelvan a fastidiar
pues eso significará que ya no les importamos.
A ninguno le
gusta el fastidio de los padres, pero de adultos reconocemos que fue necesario
que lo hicieran para hacer de nosotros los mejores humanos.
El problema
está en cuanto uno se siente lo suficientemente autónomo y sabio para
saber lo que quiere hacer consigo mismo, pero la inteligencia que nos da la
tecnología no es comparable con la sabiduría que tienen los padres, que tiene
Dios.
¿Por qué tiene
alguien de fuera que decirnos qué hacer o dejar de hacer? Las normas, las leyes
están todas para salvar. Los mandamientos están puestos para salvar la
vida y desobedecerlos acarrea la muerte.
Para alejarse
de Dios se necesita un largo camino, pero para volver a Él también. Por
eso es que convertirse no es sencillo.
El camino de
regreso es tan largo como el de partida y no se puede pretender hacer en corto
tiempo lo que se hizo largo. No podemos hacer rápido lo que hicimos lento ni
bajar por ascensor lo que se subió por escaleras.
El alejamiento
de Dios es lento, con pequeñas decisiones, con esas cosas que a veces llamamos
pequeñas mentiras, pero cuando menos pensamos somos el uso de la libertad nos
ha llevado a un puerto desconocido.
Para desandar
el camino hay que tener valor suficiente y la fuerza interior de Dios para
volver a la Casa del Padre. El camino de
ida casi nunca lo sentimos largo, pero es la vuelta la que vemos lejana, por
eso hay tentación de quedar donde estamos. Pero cuando se trata de volver es
necesario hacerlo.
Hace tiempo que
escuchamos frases como “en mi vida no me arrepiento de nada”; un hijo de Dios
no puede hablar así.
Sí es necesario
ese arrepentimiento para poder volver, para convertirnos. Esa vuelta siempre
será una fiesta en el cielo, habrá anillo, signo de la herencia restituida,
vestido que es signo de la dignidad recuperada y sandalias como símbolo de la
libertad que nunca nos quita Dios.
Alejarse con la
herencia siempre es la mayor tentación: ¡¡¡libertad, libertad, por fin
libertad!!! Ese parece ser el grito de los que se van de casa, pero la mala
administración de ella nos impone también la responsabilidad de poder
libremente regresar a Dios.
Juan Ávila Estrada
Fuente: Aleteia