Nos
faltó muy poco para tener un accidente que podría haber acabado con nuestras
vidas, y esta oración fue lo único que me vino a la mente
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Chris Box | CC BY ND 2.0 |
Hace
unos 15 años, mi hermana y yo decidimos hacer un viaje en coche para visitar a
su compañera de piso en Connecticut, Estados Unidos. Lo pasamos muy bien el fin
de semana, pero el viaje de vuelta a casa fue terrible. Primero condujimos 120
km en la dirección opuesta y después tuvimos que parar en un atasco. Antes de
que existiera la aplicación Waze, no había manera de evitarlo y nuestro viaje
de 5 horas acabó durando 12 horas.
Pero
éramos jóvenes y nos encantaban las aventuras, así que pusimos música (un CD
absurdo con interpretaciones de canciones pop con una zampoña) y aceptamos que
iba a ser un momento para estrechar lazos como hermanas.
Cuando
tomamos un desvío equivocado en el Oeste de Filadelfia y tuvimos que pasar otra
vez por el mismo tramo de autovía, acabamos reproduciendo la misma conversación
que habíamos tenido antes. Nos reímos sobre lo lento que iba el coche de
delante cuando habíamos tomado la salida media hora antes y, al parecer, nos
olvidamos de frenar al tomar la salida con el asfalto resbaladizo.
El
coche perdió el control en un sitio muy peligroso con postes de hormigón en un
lado y el muro del paso subterráneo en el otro. Mientras mi hermana sujetaba el
volante intentando a la desesperada retomar el control del coche, yo empecé a
rezar.
“¡Jesús,
Jesús, Jesús, Jesús, Jesús!”, grité.
Siempre
he sido bastante elocuente en mis rezos. Aprendí a rezar con los evangélicos,
para quienes la oración tenía que ser una improvisación, y había desarrollado
un discurso poderoso en mis oraciones tras varios años de estudio de las
Escrituras y el rezo con otros cristianos. Había estudiado la carrera de
Teología y estaba haciendo un máster.
Pero
en ese momento, lo mejor que pude hacer fue gritar el nombre de Jesús.
Cuando
por fin el coche paró de dar vueltas, nos habíamos quedado en el sentido
incorrecto de la vía de acceso, conmocionadas pero sin contusiones. Mientras
respiraba profundamente sintiéndome agradecida, mi hermana de 19 años me miró
con una mezcla de diversión y menosprecio.
“¿Jesús,
Jesús, Jesús?”, me preguntó.
“Mira,
cállate y da la vuelta con el coche”, repliqué un poco avergonzada por haber
dicho una oración tan pueril.
Pero
cuanto más pensaba en ello, más adecuado me parecía. Mi elocuencia a la hora de
rezar puede resultar gratificante para mí y constructiva para aquellos que
rezan conmigo, pero no es necesaria. Dios no necesita quedarse impresionado con
palabras sofisticadas, ni tampoco es más probable que escuche las palabras de
un poeta que las de un niño. Está muy bien rezar con giros elegantes si es una
expresión auténtica de tu alma y no un intento de impresionar a los que te
escuchan, ganarse el apoyo de Dios u ocultar la verdadera plegaria que sale del
corazón. Pero no existe un rezo más poderoso que el nombre de Jesús.
En
el nombre de Jesús, san Pedro y san Juan le otorgaron a un hombre cojo el poder
de andar (Hechos 3:6). En el nombre de Jesús, san Pablo nos dice que “se doble
toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra, y debajo de la
tierra” (Filipenses 2:10). Y el propio Jesús nos cuenta que obraremos milagros
en su nombre (Marcos 16:17-19).
El
nombre de Jesús (que literalmente significa “Salvador”) es una súplica para que
Dios nos salve, una oración que san Pedro prometió que tendría respuesta
(Hechos 2:21). Es el nombre que le puso el ángel Gabriel (Lucas 2:21), el
nombre que pronuncia con tanto amor la Santa Madre, el nombre en el que se nos
pide que recemos (Juan 16:23-24). Todo esto hace que sea una poderosa oración
por sí misma.
Existe
cierta intimidad en los nombres, una intimidad que al llamar a todos nuestros
conocidos por su nombre tendemos a olvidar. Pero algo sucede cuando nos
sentamos frente al Santísimo Sacramento y pronunciamos el nombre de Jesús,
rezando pausadamente y con reverencia este nombre, que existe sobre todo nombre
(Filipenses, 2:9). Empezamos a darnos cuenta de que, cuando Dios tomó un nombre
humano y nos pidió que nos dirigiéramos a Él a través de dicho nombre, Él se
hizo nuestro de una forma muy profunda.
Es
una petición para que nos salve, un susurro del nombre del ser querido, un
grito de angustia. Un corazón solitario que tiende la mano a todo el mundo para
recordar que no está solo. Es una intercesión, una súplica con la que nos da
las palabras para hablar o la sabiduría para callar. Es una pausa en un día
frenético en la que le contemplamos y recordamos quiénes somos, quién es Él y
cómo somos amados.
Hace
15 años, me reí con mi hermana cuando la mejor oración que pude elaborar fue el
nombre de Jesús. Ahora me encuentro sentada en silencio en el sagrario,
respirando pausadamente mientras cierro los ojos y digo su nombre, y dejo un
hueco en mi corazón para que Él lo llene. Murmuro su nombre en mi mente cuando
la gente comparte su dolor conmigo. Grito su nombre cuando la tentación o la
vergüenza amenazan con abrumarme. Este nombre sagrado me acompaña durante el
día, un momento especial de unión que me devuelve a Él, independientemente de
las circunstancias. Dulce Jesús, qué regalo.
Meg Hunter-Kilmer
Fuente:
Aleteia