Palabras
del Papa antes de la oración mariana
Ángelus 15 septiembre 2019 © Vatican Media |
A
las 12 del mediodía de hoy, el Santo Padre Francisco se asoma a la ventana del
estudio del
Palacio Apostólico Vaticano para recitar el Ángelus con los fieles y los peregrinos reunidos en la Plaza San Pedro en este 24º domingo del Tiempo Ordinario.
Palacio Apostólico Vaticano para recitar el Ángelus con los fieles y los peregrinos reunidos en la Plaza San Pedro en este 24º domingo del Tiempo Ordinario.
Estas
son las palabras del Papa al introducir la oración mariana:
Palabras del Papa antes del Ángelus
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El
Evangelio de hoy (Lc 15, 1-32) comienza con algunos que critican a Jesús,
viéndolo en compañía de publicanos y pecadores, y dicen con desprecio: “Él
acoge a los pecadores y come con ellos” (v.2). Esta frase se revela en realidad
como un anuncio maravilloso. Jesús acoge a los pecadores y come con ellos. Esto
es lo que sucede con nosotros, en cada Misa, en cada iglesia: Jesús se alegra
de acogernos en su mesa donde se ofrece así mismo por nosotros. Es la frase que
podríamos escribir en las puertas de nuestras iglesias: “Aquí Jesús acoge a los
pecadores y los invita a su mesa”. Y el Señor, respondiendo a aquellos que lo
criticaban, cuenta tres maravillosas parábolas, que muestran su predilección
por los que se sienten lejos de Él.
Hoy
sería lindo que cada uno de ustedes tomara el Evangelio, el Evangelio de Lucas,
capítulo 15, y leyera las tres parábolas. Son estupendas.
En
la primera parábola dice: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y pierde una
de ellas, no deja a las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada
hasta que la encuentra?” (v. 4) ¿Quién de ustedes? Una persona con sentido
común no hace dos cálculos y sacrifica uno para mantener las noventa y nueve.
Dios, en cambio, no se resigna, a Él le importas tú, que todavía no conoces la
belleza de su amor, tú que todavía no has acogido a Jesús en el centro de tu
vida, tú que no logras superar tu pecado, tú que quizás por las cosas malas que
han acaecido en tu vida, no crees en el amor.
En
la segunda parábola, tú eres esa pequeña moneda que el Señor no se resigna a
perder y busca sin cesar: quiere decirte que eres precioso a sus ojos, que eres
único. Nadie puede sustituirte en el corazón de Dios. Tienes un lugar, eres tú,
nadie puede sustituirte; y tampoco a mí, nadie puede sustituirme en el corazón
de Dios.
Y
en la tercera parábola Dios es padre que espera el regreso del hijo pródigo:
Dios siempre nos espera, no se cansa, no se desanima. Porque somos nosotros,
cada uno de nosotros, ese hijo en sus brazos de nuevo, esa moneda encontrada de
nuevo, esa oveja acariciada y puesta sobre los hombros. Él espera cada día que
nos demos cuenta de su amor. Si tú dices: “Pero yo me he equivocado demasiado!”
No tengas miedo: Dios te ama, te ama como eres y sabe que sólo su amor puede cambiar
tu vida.
Pero
este amor infinito de Dios por nosotros pecadores, que es el corazón del
Evangelio, puede ser rechazado. Eso es lo que hace el hijo mayor de la
parábola. No entiende la parábola y tiene en mente más a un dueño que a un
padre. Es un riesgo para nosotros también: creer en un dios que es más riguroso
que misericordioso, un dios que derrota al mal con poder en vez de con perdón.
No es así, Dios salva con el amor, no con la fuerza; proponiéndose, no
imponiéndose. Pero el hijo mayor, que no acepta la misericordia de su padre, se
encierra, comete un error peor: se presume justo, se presume traicionado y
juzga todo en base de su pensamiento de justicia. Así se enoja con el hermano y
reprocha al padre: “Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, haces matar para él el
ternero engordado” (cf. v. 30).
“Este
hijo tuyo”: no lo llama hermano, sino tu hijo. Se siente hijo único. También
nosotros nos equivocamos cuando nos creemos justos, cuando pensamos que los
malos son los otros. No nos creamos buenos porque solos, sin la ayuda de Dios,
que es bueno, no sabemos vencer el mal. Hoy no se olviden, tomen el Evangelio y
lean las tres parábolas de Lucas, capítulo 15. Les hará bien, será salud para
ustedes.
¿Cómo
se hace para vencer el mal? Acogiendo el perdón de Dios, acogiendo el perdón de
los hermanos. Sucede cada vez que nos confesamos: allí recibimos el amor del
Padre que vence nuestro pecado: ya no está más, Dios lo olvida. Dios, cuando
perdona, pierde la memoria, se olvida de nuestros pecados, se olvida. ¡Es tan
buen Dios con nosotros! No como nosotros, que después de decir “No es nada”, a
la primera oportunidad que acordamos con intereses de los males que hemos
sufrido. No, Dios borra el mal, nos hace nuevos dentro y así hace renacer la
alegría en nosotros, no la tristeza, no la oscuridad en el corazón, no la
sospecha, la alegría.
Hermanos
y hermanas, coraje, ánimo, con Dios, ningún pecado tiene la última palabra. La
Virgen, que desata los nudos de la vida, nos libere de la pretensión de creer
que somos justos y nos haga sentir la necesidad de ir hacia el Señor, que
siempre nos espera para abrazarnos, para perdonarnos.
Raquel
Anillo
Fuente:
Zenit