Es la humildad la que te da libertad y te acerca a la verdad... y a Dios
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| Shutterstock | Bogoljubb |
La humildad es
una virtud que aprecio más en los otros. Veo una persona humilde y me atrae su
forma de ser, su sencillez, su pobreza. Veo a alguien vanidoso, orgulloso,
soberbio y me alejo con pesar.
Me cuestan las
personas que sólo hablan de sus éxitos. Que viven llenos de logros y se alaban
a sí mismos por sus obras. Me pesan los que buscan su gloria y hablan de todo
lo que hacen y tienen. Como si en su riqueza y poder fueran más felices.
Admiro al humilde, al que actúa sin pretensiones. Al que no quiere sobresalir ni llamar la
atención en exceso.
Sueño con ser
humilde. Pero me cuesta tanto no caer en el orgullo y la vanidad. Decía santa
Teresita del Niño Jesús:
“Debo hacerme
pequeña, no temer humillarme manifestando mis luchas y mis derrotas. Al ver que
tengo las mismas debilidades que ellas, mis hermanitas me manifiestan a su vez
las faltas que se reprochan, y se alegran de que yo las comprenda por
experiencia. Con otras, por el contrario, he visto que, para serles de algún
provecho, hay que ser muy firme y jamás retractarse de lo dicho. En esos casos,
rebajarse no sería humildad sino debilidad”.
¿Una persona
humilde es débil? ¿Una persona fuerte puede ser humilde? ¿Mis éxitos pueden
hacerme perder la humildad? ¿Siempre el poderoso es orgulloso y el exitoso
vanidoso? No lo sé. Uno puede caer en el orgullo con muy poco. Y puede ser
humilde teniéndolo todo.
La humildad me
regala libertad interior No está reñida la fortaleza con la humildad. El deseo de ser humilde crece en mi corazón. Y me
ayuda mostrarme ante los demás en mi debilidad.
No sólo acepto
mis debilidades. Al mismo deja de preocuparme que los demás las conozcan. Y me
traten de acuerdo con ellas. Esa es la verdadera humildad.
Asumo que no
podré hacer todo lo que me proponga. No soy tan bueno. Cometo errores. Me
confundo. Peco por exceso. Hiero sin darme cuenta. Caigo en debilidades manifiestas.
Me cuesta
reconocer que estoy hecho de barro. Que mi carne está herida. Oculto lo
que afea mi imagen. Para que nadie piense mal de mí. Para que no
pierda peso mi valor ante ellos.
¡Cuánto me
importa cuidar mi imagen! Miro bien lo que saben de mí. Publico sólo el
rostro amable de mi vida. No dejo que vean mis pecados, mis heridas. No
tienen derecho a saber cómo soy.
Eso es cierto.
Me desnudo en mi verdad sólo ante quien yo quiero. Pero eso no quita que tenga
que vivir en tensión defendiendo mi imagen. Protegiendo mi dignidad. Para que
me valoren y aplaudan. Para que reconozcan lo bien que hago las cosas.
Quiero ser
humilde en mi verdad. La humildad y la verdad van de la mano. Humilde
para darme a los demás sin pretender ser más de lo que soy. Sin necesidad de
ocultar lo que todos ven con facilidad.
Valgo ante Dios. Su mirada es la que me salva. Su mirada que se fija en la verdad que no
cambia. Nada de lo que soy cambia. Cometeré errores, haré las cosas bien.
Seguiré siendo el mismo. No mejor que nadie.
Estoy orgulloso
del amor que Dios me tiene. No me importa hacer las cosas perfectas. El
error no disminuye en nada mi valía. Se me olvida y me afano en hacerlo todo
bien, perfecto. Para poder estar orgulloso de mí mismo.
La humildad me
recuerda que pertenezco a la tierra. Estoy
hecho de barro. Es mi miseria. Nada de lo que dicen de mí me tiene que afectar
en exceso.
Es verdad que
me alegran los halagos. Y me entristecen las críticas. Pero me hace bien la
humillación. Cuando soy humillado sin desearlo crezco en humildad. No
me creo especial.
Reconocer mi
pecado en mi corazón me hace humilde. No me salvo solo. Es Jesús el que
me salva y sostiene mi vida. No quiero quedar por encima de nadie.
¡Cuánto mal me
hace vivir comparándome con los que tengo cerca! Admiro sus virtudes y me veo
tan pequeño en comparación… Pienso que no valgo. Miro en menos mi vida. Y no
aprecio el valor de todo lo que tengo, de todo lo que Dios ha sembrado en mi
alma.
Quisiera
aprender a mirarme como me mira Dios. Y aprender a mirar a los
demás como Dios los mira. ¡Qué difícil! Estoy tan lejos de mirar desde mi
tierra a los demás. Apreciando su belleza. Alegrándome con sus éxitos. Sin
pensar que sus logros hacen que mi vida valga menos. No es así.
Mi humildad
crece al reconocer mi verdad. Al
mirarme en mi pobreza. Al alegrarme en mis derrotas y saber que Dios saca vida
de la muerte. Y logra que dé flores en medio de mi barro.
Deseo esta
humildad que va unida al amor. Dios ama mi humildad. Yo amo desde mi pequeñez.
Decía el padre José Kentenich:
“Si
separamos muy fuertemente la humildad del amor, ésta se convierte en
inferioridad. En esa ocasión explicamos detalladamente que la humildad es la
virtud moral que más difícilmente puede darse sin amor. La humildad que
no conduce al amor está enferma y enferma a la gente”.
La humildad
unida al amor me acerca a María. Ella fue humilde y sencilla. Ella vivió como
niña unida a Dios en el amor. Se sabía amada en su pequeñez y esa actitud de
niña salvaba su vida.
Así quiero
mirar yo mi corazón. Con humildad. Sabiéndome amado por Dios en mi
pobreza.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






