No es fácil, pero puedo hacerlo, yo puedo recorrer esa distancia infinita
que existe entre dos corazones y acabar con la indiferencia
Raul Lieberwirth-CC |
No necesito que
un muerto venga del más allá para convencerme de la verdad. Yo mismo sé lo que
está bien y lo que está mal. Sé cómo hay que enfrentar los miedos y asumir las
injusticias.
Sé que no sirve
de mucho acelerar el tiempo de mi reloj, porque sólo tengo que ser
paciente. No puedo cambiar las cosas injustas, pero sí puedo cambiar la
actitud de mi corazón.
No puedo salvar
a todos los pobres que necesitan tanto, pero sí puedo mirar al mendigo, al Lázaro que se encuentra tendido junto a mi puerta.
Con que lo vea
a él es suficiente. Sólo una mirada sobre un Lázaro invisible cambia mi
vida. Si pudiera cambiar en lo profundo…
Tengo claro
que sólo necesito escuchar a los profetas que con su vida me enseñan
una nueva forma de vivir y de mirar.
¿Puedo cambiar
si entiendo lo que tengo que hacer? No es tan seguro. Con frecuencia dudo
de mis propias fuerzas. No sé si soy capaz de hacer las cosas de forma
diferente. Cambiar mi actitud interior. Dejar de temer por mis cosas, por mi
tiempo, para pensar sólo en el que está mal y necesita mi cuidado. Cambiar los
planes, adaptar mi agenda, renunciar a mi tiempo.
El que me
necesita ahora es Jesús en carne humana. En su debilidad sólo yo puedo darle
fuerzas. En su soledad sólo yo puedo verlo y darle mi amor. En su pobreza sólo
yo puedo paliar esa injusticia.
No es fácil,
pero puedo hacerlo.
Yo puedo
recorrer esa distancia infinita que existe entre dos corazones. No es la distancia física. Es una distancia profunda que me separa. Una
indiferencia grabada en mi alma. Un camino largo que va de mi necesidad a la de
mi prójimo.
Un camino que
quiero recorrer con mis fuerzas y no me siento capaz de hacerlo. Dudo de mis
fuerzas. ¿Podrá hacer Dios el milagro en mi corazón egoísta?
Una mirada más
amplia, más profunda. Una capacidad para ver la verdad de las cosas y no
quedarme en la apariencia. Ese don para mirar al que está a mi lado en
lugar de seguir a lo mío. Eso quiero lograrlo. No sé si podré hacerlo.
No es fácil, pero puedo hacerlo, yo puedo recorrer esa distancia infinita
que existe entre dos corazones y acabar con la indiferencia
No sé si María
me cambia tanto por mucho que vaya al santuario a entregarle la vida. Quiero
una transformación honda y verdadera. Un cambio que llegue a los cimientos de
mi alma. Comenta el padre José Kentenich:
“En su
santuario María nos concede la gracia del arraigo espiritual, pero también de
la transformación espiritual. La razón es transformada, recibe
una nueva luz, se torna capaz de ver las cosas bajo la luz divina. Se
transforma también la voluntad. ¿A dónde se apunta con esa transformación?
Quien no lo vea con claridad y no aspire a esa audacia, quedará en la
superficialidad. Quizás sea un buen orador, pero a la larga no se irradiará de
él fuerza de atracción alguna. Pero quien tenga a Dios como compañero, o mejor
dicho, como Padre, ese vencerá siempre, porque Dios es justamente Dios. El
hombre anclado en el más allá es en definitiva un hombre seguro de la
victoria”.
Quiero vivir
anclado en el mundo de Dios para poder irradiar una fuerza que viene de Él. Una fuerza que transforma utilizando mi carne. Una luz que irradia de
mi forma de ver la vida.
Hay personas
así. Que sin importar lo que viven tienen luz. En la salud son un remanso de
paz y esperanza para los que necesitan consuelo. En la enfermedad tienen una
paz ante lo adverso que choca con su propia fragilidad.
En su confianza
arraigada en Dios se diluyen todos los miedos. En su entereza cuando el mar
está revuelto y convulso parece que se sostiene el universo. Tan enteras y tan
de Dios parecen. Como si estuvieran con Él al mismo tiempo que conmigo.
Su forma de
mirar es la de Dios mismo. Es una ventana abierta desde el cielo. Con una
fuerza que parece imposible. Y supera las fuerzas humanas cuando son pocas.
Esa forma de
vivir la salud y la enfermedad, el miedo y la confianza es lo que me hace creer
con más fuerza en el Dios de mi vida. En sus ojos veo los ojos de Jesús. Y
entonces confío. Ya no temo. Sonrío.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia