San Francisco sufría, dudaba, temía cuando veía que aquello
que tanto amaba estaba en peligro, y se aferraba a su tesoro… ¿sabes cómo se
liberó?
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| By Marian Fil/Shutterstock |
Siempre
me conmueve un momento concreto de la vida de san Francisco. Ya es mayor y
la obra por él fundada ha crecido mucho. Se retira entonces al monte Alvernia
en oración y soledad. Solo León le lleva diariamente comida y lo observa desde
lejos. En este momento clave de su vida Jesús le pide que le entregue todo lo
que tiene como expresión de su amor profundo y sincero. Francisco cree que se
lo ha dado ya todo y así se lo dice:
“Tú
sabes bien que no tengo otra cosa que el hábito, la cuerda y los calzones, y
aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo que puedo, pues, ofrecer o dar a tu
majestad? Entonces Dios me dijo: – Busca en tu seno y ofréceme lo que
encuentres. Busqué, y hallé una bola de oro, y se la ofrecí a Dios; hice lo
mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces; y después me arrodillé
tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me había dado alguna cosa
que ofrecerle”.
Jesús
insiste y le pide que le entregue esas bolas de oro que guarda como un tesoro
en su corazón. Esas
seguridades y posesiones que guarda en su alma con pasión y nunca se ha
atrevido a entregar realmente.
Francisco,
como yo mismo, no quiere perderlo todo. Se apega a sus bolas de oro seguro de que ahí está el plan de Dios para
su vida.
Esa
escena a la que me refiero tuvo lugar al final de su vida. La obra que él había
fundado, su
hijo querido, estaba en peligro.
Habían
surgido corrientes nuevas en el interior de la gran familia franciscana que
soplaban en otras direcciones. Parecía que el ideal primero tejido a la sombra
del Tugurio en Asís, en aquella primera comunidad de franciscanos, estaba en
juego.
Francisco
tiene miedo y se aferra a su tesoro como un náufrago a su balsa. En medio
del mar es lo único que posee, lo único que le queda.
Es
fundador de una obra maravillosa. ¿Acaso Jesús no le pidió un día que
reconstruyera su Iglesia? ¿No lo había hecho él con todo su esfuerzo?
Sí.
Ha sido el sueño de su vida. Y ha podido ver feliz cómo su obra crece y sus
hijos se multiplican por el mundo. Todo es perfecto. Pero ahora no todo va
como él ha soñado. Y se aferra esclavo a ese sueño, a esas bolas de oro.
¿Está
dispuesto ahora a entregárselo todo a Jesús? ¿Es capaz de renunciar a su sueño,
a su deseo más hondo y verdadero? ¿No habrá sido en vano tanta entrega y
sufrimiento por sacar adelante su familia? ¿No se dispersarán todos y su hijo
morirá o no será ya lo que él ha soñado?
Surgen
las dudas en el alma de
Francisco. Vienen los miedos. Ante esa aparición de
Jesús, Francisco tiembla y teme entregarlo todo. Sufre, tiembla, suda.
Se une a
Jesús mismo en Getsemaní. Quiere que pase ese cáliz. Pero al final, como Jesús
mismo, en un acto de amor y generosidad santa, se lo entrega todo a Dios.
Pone
en las manos de Dios sus bolas de oro. Le entrega como Abraham al hijo de sus
entrañas. ¿Qué quiere Dios ahora? Se lo da todo. Ya es libre.
Ya
es pobre de verdad, hasta el
extremo. No posee nada en absoluto. Ha sido despojado de todo. Desgarrado de lo que más ama.
Y
ahora en su piel quedan marcadas las llagas de Jesús. La expresión de su amor
profundo por su hijo. Las señales del amor crucificado.
Francisco
ya le pertenece a Dios por entero. No es dueño de nada. Ni de sus sueños. Ni de
sus deseos. Todo es de Dios. Y él es sólo su pobre hijo que sueña
con amar a Jesús siempre.
Pienso
en Francisco y me conmueve su sí de niño. Se lanza al vacío y lo entrega todo.
¿No
siento a veces en mi corazón que digo entregárselo todo a Dios, pero guardo en
mi alma algo sagrado? Retengo
lo que más quiero.
Escribo
oraciones preciosas, bonita poesía. Entrego en imágenes la vida entera. Pero
son sólo palabras. Y las palabras ni sangran ni duelen.
Luego
la vida es más difícil y el alma guarda tesoros escondidos. Es como esa madera
para el náufrago en la tormenta. ¿Qué nombre tienen mis bolas de oro?
Casi
creo que son queridas por Dios y forman parte de su plan de amor. Y realmente fue Él quien las puso en mi
camino. Para que las amara, para que me sostuvieran.
No
me las pide porque me hagan daño. Porque no es verdad, le dan sentido a mi
vida. Son mi tesoro santo. Un bálsamo en el dolor. El sostén al que me abrazo a
veces con temor y temblor.
Puede
ser mi propia familia que Dios me ha dado. Puede ser un camino profesional que
me hace feliz como persona. Puede ser una obra que yo he fundado y que ha dado
tantos frutos hasta ahora.
¿Por
qué me pide Dios ahora que la sacrifique como hizo con Abrahán un día en Moria?
¿O como hizo con Francisco en la soledad y silencio de ese monte Alvernia?
El
corazón tiembla. ¿Se
contradice Dios? ¿Dónde
está oculto el mal en un amor sano y verdadero? No lo entiendo. Mi corazón se
rebela acariciando nervioso mis bolas de oro. Esas que aprieto con rabia contra
mi pecho porque me hacen bien.
Ya
lo he dado todo, Él lo sabe. Por eso le digo a Jesús muy quedo: “Esto no
puedo dártelo. Otras cosas sí. Pero esto es mi tesoro, lo único que no puedo
darte, lo siento”.
¿Qué nombre
tiene lo que Dios me pide? ¿Quiere que se lo dé de verdad o me
salvará al final como salvó a Isaac del puñal de su padre Abrahán? No lo sé.
Pienso
en esa escena de Jesús en Getsemaní entregando a sus hijos, su propia vida. En
ese momento en la vida de Abrahán cuando todo parecía oscurecerse en el monte
Moria.
Miro
a Francisco en esa noche del monte de su retiro mirando a Jesús. El sí de ese
momento es tan hondo… Es
la renuncia más sincera del hijo que cree en los planes y peticiones de un Dios
que le ama.
Miro mi
tesoro. Tal vez soy esclavo y no me doy cuenta. Quiero que mi hijo, mi sueño,
mi proyecto, mi plan. Sean míos. Sólo míos. No quiero dárselos a Dios porque no me fío
tanto.
Me he
construido mi reino, no el suyo. Me he colocado yo en el centro diciendo que
era Él. Pero era yo oculto bajo una capa de soberbia y vanidad.
Quiero
mirar dentro de mi alma. En medio de mis heridas. ¿Qué temo perder? ¿Qué me
quita la paz si pienso en el futuro? Mis miedos toman cuerpo, forma, nombre.
Son mis bolas de oro sujetas entre mis dedos, atrapadas en la piel.
Parece como
si al pedírmelas Dios me estuviera quitando la vida. Lo que está haciendo es
que me haga más semejante a Él.
Como
Francisco en esa noche de miedos. Y le digo que sí. Le entrego mi tesoro. Mis
miedos. Mis seguridades. Todo es suyo. Le pertenece mi vida.
Sólo
confío en que su amor es para siempre. Y suelto la madera en medio de un mar
revuelto. Él sujeta mi vida. Lo sé. Confío.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






