El
corazón tiene razones que la razón no entiende
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| loreanto | Shutterstock |
¿Qué
es lo que me divide y aleja de las personas? A veces son palabras no dichas.
Silencios mal interpretados. Conversaciones truncadas. Malentendidos. Surge el
desencuentro desde el fondo de mi alma.
No
tengo todos los datos para hacerme una opinión exacta de cómo son las cosas, no
lo conozco todo, pero juzgo y me creo en lo cierto. Ni yo mismo me entiendo.
Hay personas con las que
conecto y otras con las que no lo consigo. Sucede algo y yo lo interpreto.
Siento tal vez que no soy tomado en cuenta, o valorado. Creo
que no consideran mi cargo, mi responsabilidad. O asumen tareas que
me corresponden a mí.
Yo callo y me amargo. O estallo
con violencia y me separo, me
alejo de
mis enemigos. ¿Es culpa de los otros o tengo dentro de mí
la raíz de mis propios males?
A menudo soy yo. Es mi
pasado el que pesa. Las heridas antiguas son las que vuelven a abrirse. Es mi
historia hecha de encuentros y desencuentros la que siembra en mí la envidia o
el rencor. Los otros no tienen toda la culpa.
Soy yo
y mi sensibilidad que sufre por nimiedades, por cosas pequeñas. Y me
alejo de las personas juzgándolas. Las condeno, las miro mal y las
aparto de mi camino. No las entiendo y acabo no queriéndolas. Es
tan fácil caer en ello…
Entonces
en lugar de amar me alejo. En lugar de comprender malinterpreto. En lugar de
poner al otro en el centro soy yo el centro, el referente.
Y me pongo triste cada vez
que otro está en el primer lugar y brilla más que yo. Y yo me compadezco de mi
mala suerte. Y me justifico. Son los demás los que no me dejan
destacar y ocupan con su carácter el lugar que me corresponde a mí.
Y me aíslo. Tal vez para sufrir menos.
No hablo, no cuento, no me expongo. Guardo mi privacidad para evitar el
juicio y la condena. Voy a lo mío. ¿Es eso lo que Dios quiere para mí? ¿Una vida aislada con
temor continuo al juicio de los demás?
Este rencor surge en
relaciones de amor en las que hay mucha intimidad y cariño. La convivencia
nunca es fácil. Comenta el papa Francisco:
“La
tendencia suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y más
maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va
creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier error o caída del cónyuge puede
dañar el vínculo amoroso y la estabilidad familiar”.
El
rencor sólo se sana con el perdón. Es tan difícil… Perdonar es la tarea de
toda mi vida. Perdonar al que me hace daño. Perdonar al que no me quiere.
Perdonar al que se confunde y me hiere. Perdonar al que dice amarme y luego
parece no amarme tanto con sus actitudes.
El perdón me hace bien a mí.
No tanto al que perdono. Me libera de una cadena invisible que me arrastra a la
tristeza. El rencor me hace tanto daño… Me envenena.
El rencor a una persona no
se cierra en ella. Es como una marea negra que oscurece todo lo
que toca.
Veo al culpable, al que me hiere. Y veo a otros que hacen lo mismo. La marea se
extiende a más, a los que están cerca. Y por supuesto, llega hasta Dios.
“Al
no perdonar a un semejante guardamos rencor a Dios, que creó a este ser y lo
colocó próximo a nosotros”.
Mi rencor se vuelve contra
Dios. Él ha permitido todo lo que me duele. Ha permitido mi soledad, mi dolor,
mi envidia. Permite que yo no tenga el éxito que merezco. Él ha colocado a esas
personas a mi alrededor para hacerme daño.
Siento rencor hacia Dios. No
lo tolero. No le perdono por todo lo que permite en mi vida. Si me
quisiera de verdad, me digo, me cuidaría más. Es un rencor casi inconfesable.
Si soy honesto conmigo mismo veo
tantas cosas en mi vida que son un don de Dios. Pero yo me fijo más en lo que
no está bien.
El rencor me separa, me
aísla, me vuelve huraño. Y hace que mi oración sea una queja continua. No me
deja respirar. No me da paz estar a solas con el culpable
de mis males.
Quisiera ser un conciliador.
Para eso necesito tener el alma en paz, vivir
reconciliado.
Con Dios, con los hombres. Quiero unir y perdonar. Acoger e integrar. ¿Soy un
conciliador? ¿O soy aquel que divide y crea discordia?
Hoy en día en las
entrevistas laborales buscan a personas conciliadoras. Con habilidades
sociales. Con inteligencia emocional. ¿Sé yo
acoger a todos e integrarlos con sus problemas, con sus historias, con sus
rencores y heridas? ¿Tengo yo resueltos mis propios rencores y
desórdenes? No es tan sencillo…
Hace
falta una gracia especial, un don. La capacidad para unir a los que no se
entienden. Para
hablar de temas difíciles escuchando lo que el otro siente.
Puedo correr el riesgo de
querer resolver todos los problemas. Y me olvido de escuchar lo que late en el
alma de cada uno. Escuchar sin querer resolver lo que no está
en orden.
Hace
falta paciencia para unir. Hacen falta más silencios que palabras. Más pausas
que soluciones. Más abrazos que teorías.
La teoría no importa cuando
habla el corazón. La mayoría de los conflictos surgen de los
afectos que no están en orden. No hay una solución teórica.
Me
exige más esfuerzo calmar el corazón. No
todo está tan claro. El corazón tiene razones que la razón no
entiende.
Y eso es lo que no acabo de comprender.
Si
quiero conciliar, unir, crear puentes, necesito aprender a escuchar con
paciencia y a acoger las críticas y rencores que el alma guarda. Sin esa actitud
paciente, como la que tiene Dios conmigo, no es posible integrar ni unir.
Necesito un corazón capaz de
acoger lo que no comprendo. Sin querer desatar de golpe todos los nudos. La
vida lleva su propio ritmo, tiene sus tiempos.
Necesito acoger
y esperar.
Los nudos se desatan con la gracia de Dios, con el paso del tiempo. Quisiera
tener una paciencia infinita.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






