Jesús
lucha conmigo en la batalla que lucho cada día en el fondo de mi alma
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| Blaise Vonlanthen/Unsplash | CC0 |
Tengo
el don de saber disfrutar la vida tal como es. Un don que Dios ha puesto en mi
alma. Me detengo y contemplo. Me asombro y me alegro. Dejo de lado las
tristezas del alma. Me olvido de los olvidos, de los errores, de las caídas.
Me alegra vivir el presente
como ese don sagrado que Dios pone en mis manos. Él cree en mí más que yo
mismo. Cree que lo puedo hacer bien. Cree que puedo conseguir lo que sueño.
Su fe en mí me impresiona.
Yo me detengo ante la vida, ante un paisaje, ante una persona que se me confía. ¿Quién
soy yo para que Dios me necesite? Es la paradoja del alma humana. Tan
pequeña. Tan de Dios.
Siento a veces miedo de no
lograr gobernar mi propia vida. Me asusta este mundo con su violencia e
inconsistencia. Me da miedo la vida que se escapa sin control entre mis dedos.
Me da miedo la inseguridad de mi futuro. No controlo nada. Un miedo real y
concreto.
¿Cómo
logro vencer esos miedos profundos? Leía el otro día:
“Este
miedo a la muerte se hace concreto y se extiende a aquellas cosas que tienen poder
de hacerte sufrir, ya que no puedes aceptarlas por ti mismo. Puede ser la falta
de dinero, la falta de amigos, la soledad, el fracaso, las enfermedades o el no
gustarte cómo eres. ¿Por qué yo sigo teniendo miedo a sufrir? Porque esa muerte
todavía no ha sido vencida en mí; porque de
nada me valdrá saber que otros han vencido ya a la muerte juntamente con Cristo
si Él no la vence en mí, si no se hace Señor de mis sufrimientos concretos y
específicos”.
Necesito saber y creerme de
verdad que Jesús lucha conmigo. La misma batalla. El mismo campo de
lucha. Sí, Jesús está a mi lado sosteniendo mis brazos en medio del fragor de
la batalla.
Abro
la ventana del alma para que entren la luz, el sol, el aire, la esperanza. ¿Cómo
hago para que venza Jesús en esa batalla que libro cada día en el fondo de mi
alma?
Pongo todo de mi parte. Pero
soy débil. Lucho por sonreír y no lo logro siempre. Quiero la paz y surge el
miedo. ¿Cómo venzo? El miedo a la derrota, a la muerte. Me dan fuerzas las
palabras del Padre Kentenich:
“El
instinto primordial esencial de la naturaleza humana no es el temor sino el
amor. ¡El instinto primordial es el amor!”.
El
amor más que el temor. Surge la esperanza en mi alma. El amor disipa las
sombras de la noche que oscurecen mi ánimo.
Tengo un don
para ver la luz en medio de las tinieblas. No sé si lo tengo desde siempre. Pero
sé que el origen está en Dios. Lo puso en mí. Lo
sembró en el surco de mi alma. Y da fruto.
Cuando el miedo quiere
abrirse paso por el alma, surge instintivamente en mí una fuerza que viene de
Dios. El amor es más fuerte. La esperanza es parte de mi propia piel.
¡Cómo
voy a desanimarme cuando he sido tan amado y he podido amar tanto!
El corazón se ensancha en la
tribulación, en momentos de inseguridad, cuando las fuerzas del mal parecen tan
poderosas. Cuando brota la violencia. Cuando peligran mis bienes.
¿Cuáles
son mis miedos,
esos temores evidentes e inconfesables? Les
pongo nombre y le pido a Jesús que venza en ellos. Él puede hacer lo que yo
no puedo.
Dice la Biblia, sobre Dios: “Te compadeces de todos. Amas a todos los seres y
no odias nada de lo que has hecho”. Puede calmar las ansias y los
temores. Puede levantar un muro que proteja mi alma frágil. Ha puesto en mí un
don para sonreír.
¿Acaso
cuesta tanto una sonrisa? Una broma en medio de los miedos. El sentido del humor
que me lleva a mirar más alto. La sonrisa que ilumina el rostro y lo llena de
Dios. La alegría cuando todo parece perdido.
La
risa ahuyenta el miedo. Eso lo sé, lo he probado. Pero también sé que no puedo
sonreír sin Dios. La batalla la vence Él en mí sólo si le doy cabida. Si dejo
que penetre rompiendo las puertas que me guardan con cautela por miedo a los
enemigos, a los que me incomodan.
Quiero dejar que Jesús entre
y traiga la paz más honda, la más verdadera a mi alma inquieta.
¿Cuáles son mis miedos?
Sonrío al escribirlos en mi piel, al tocarlos entre mis manos. Son reales. Pesan.
Duelen. Pero Dios vence en todas las tormentas. Y la alegría final es la que
vale. Es
la que da esperanza cuando caigo y me siento frágil.
Se compadece de mí. Me hace
mirar a las alturas. Vence la confianza por encima del miedo. Todo saldrá bien,
me digo a mí mismo.
Jesús va a vencer en mi
interior. Por encima de mis miedos y temores. Por encima de mis complejos y
cobardías. Sonrío y la audacia llena mi
corazón. Salto en sus brazos confiado.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






