En ella descanso, y me pide que confíe y me hace capaz de lo imposible
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| Antoine Mekary | ALETEIA |
Me gusta la
mirada de María. Esos ojos que me persiguen en el Santuario, no importa dónde
me arrodille. Allí están, mirando, acogiendo, comprendiendo. Nunca he sentido
un reproche, una mala cara. Tan lejos de mi forma de mirar.
No se fija en
mi ropa, ni en mis gestos. Se conmueve si me vence el sueño. Acepta mis excusas.
Recoge mis miedos. Calma mis heridas. Me viene al corazón la letra de una
canción:
“En el jardín
oculto de tu belleza. Allí donde las flores cubren la hierba. Allí donde
descanso en ti, María. Allí donde tus aguas calman mi herida. En el pozo
profundo de tu agua pura. Donde busca mi alma la paz sagrada. Allí donde yo
vengo a ti, María. Deja que en ti mi fuente tenga agua viva”.
Pienso en el
jardín de María en mi propia alma. En ese lugar oculto donde sólo Ella
reina, vive y me regala su paz. Su mirada se posa en lo más sagrado que tengo,
en lo más oculto.
Y yo en
Ella descanso. En su regazo, en su abrazo. Así es María. Madre que
mira. Como esa Virgen morena en Guadalupe que mira bajando sus ojos sobre mí.
Me
impresiona esa mirada compasiva llena de misericordia. Mirando
al desvalido, al pobre, al indigente, al que no es digno, al que no tiene nada,
al que sólo busca merecer una mirada.
La compasión se
derrama en esos ojos que se agachan, que se abajan. Me siento indigno y
pobre. Y su mirada me salva. Me levanta, me hace digno sin serlo. Bendito
misterio.
Esa mirada me
abrazó un día por la espalda. Cuando yo no la buscaba. Asaltó mi vida sin yo
quererlo. Y dije sí de repente, en una gruta, sí a su plan, a sus preguntas.
Y me dejé hacer
por Ella, en sus manos de Madre. Descubriendo mis amores ocultos, mis
sentimientos más hondos, mis pasiones dormidas.
Ella vio a
través de mi muro a ese niño asustadizo y cobarde. Descubrió su inocencia
turbada. Ensanchó mi alma, como dice la poesía del padre Joaquín Allende:
“Muro de hielo,
torrente de montaña, bajando desbocado, sin remansos ni playas. Así era mi alma
antes de que tú llegaras, antes de tu vida sosteniendo la mía, antes de tu
barca, tomando posesión de mi historia. Desde cuando acepté, que me alzaras
como río en el hueco de tu mano, para hacerme el alma navegable con la
temperatura de tu paz”.
Acepté que
tomara mi vida en sus manos. Que me alzara en el hueco de su mano. Y me hice
dócil. Y las aguas se calmaron. Y la temperatura de hielo se tornó de paz.
Y sentí ese
abrazo eterno que sostiene mis pies ante la caída. Y levanta mi alma herida
para que pronuncie su sí, su fiat. Y yo me dejo. Entre sonrisas y
lágrimas.
Ensanchar el
alma siempre duele. Se resiste la piel por dentro. Es como estirar hasta
extremos imposibles. Y duele dejar de ser egoísta, o egocéntrico. Romper los
muros de mi comodidad, de mis miedos. Hacer que mis aguas sean navegables para
tantas almas que quieren vivir y tener esperanza.
Y yo me
dejo. Aunque duela. Aunque el corazón se resista. María cambia mi
vida. Me capacita para lo imposible. Me hace surcar mares
lejanos.
Me hace creer
que soy mejor de lo que yo creo. Me hace pensar que los demás también son
mejores. Me hace mirar a ese niño escondido en mi alma. Al niño escondido en
cada alma. Y me pide que confíe:
“¿No estoy
acaso yo aquí que soy tu Madre?”.
Me pide que
deje atrás los miedos. Que no busque seguridades humanas. Que no
pretenda que todo esté en orden. Que no
quiera no caer nunca y vencer siempre. Que no dude de su cuidado y
cercanía. Y que mi única confianza esté en Dios, anclada en lo
más alto.
Solo me pide
que le entregue mi corazón. Aunque esté roto. Aunque sienta a veces
que no vale nada. Lo único que necesita es que me abandone en sus manos,
confiado.
Yo quiero creer
que es posible. Lo extraordinario puede ser ordinario en mi vida cotidiana. Un
Dios que me viene a ver. Una Madre que me mira llena de compasión y ternura.
Y yo me dejo
querer, como los niños. Y sé que tengo una misión por delante. Un camino
imprevisible. Unas hazañas alcanzables. Porque cree en mí y pone sobre mis
hombros una misión inmensa. El Padre Kentenich me lo recuerda:
2Solamente el
que esté provisto de una confianza inquebrantable en esta fuerza y misión
divinas podrá aventurarse sobre el agitado y tempestuoso océano de la vida”.
Yo creo en esa
misión divina. No me hago portador de un sueño propio. Es Dios el que
me envía. Es María quien pone sobre mis hombros una carga imposible. Y me pide
que confíe.
No me deja
quieto. Me pone en camino. Me pide que no vuelva la mirada hacia atrás
con miedo a perder lo que tenía. Que no viva fuera de la tierra a la que me
envíe. Que asuma cada tarea con alegría, feliz, dispuesto a dar la vida.
¿No he nacido
acaso para entregar mi vida? ¿No es eso lo que Dios me pide? Se lo digo en mi
corazón:
“Ante ti Jesús
te entrego mi vida, mis miedos mis sueños, mis deseos de libertad. Te lo
entrego todo, tuyo soy”.
Y María sonríe.
Yo ya no temo. No sé cómo pero su abrazo se graba en mi alma. Se imprime su
mirada dentro de mi corazón. Y vuelvo a creer en los sueños imposibles. Y
vuelvo a emprender caminos inseguros.
No tengo nada
que perder. Nada poseo. Y voy seguro con su mirada compasiva detenida en el
niño que llevo dentro. María tiene el poder. Ella es Reina en mi vida. Ella
tiene el cetro que yo le entrego. Ella puede vencer en mí. Yo me dejo.
Le regalo todo lo que tengo para que reine en mi vida.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






