Hay ciertos momentos en nuestras vidas donde todas las puertas parecen cerrarse al mismo tiempo ¿Qué hacer en esos momentos?
«Sé bien en quién he puesto mi confianza» (2
Tim 1, 12). Poderosa frase de san Pablo que aparece en la segunda carta que le
envía a su amigo Timoteo desde la prisión. Por supuesto, esta no es una
afirmación ligera, sino que tiene todo el peso y autoridad de un cristiano que
está atravesando uno de los peores momentos de su vida, pues cuando escribe
esto, Pablo está en Roma, aguardando su condena a muerte. Se encuentra solo,
abandonado hasta por los creyentes. Aún así, le escribe a Timoteo para
comunicarle su ánimo y total confianza en el Señor.
¡Qué
testimonio! ¡Qué fe! Cuánta razón tenía Pablo en señalar en esa misma carta:
«He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la
fe» (2 Tim 4, 7). Tal vez nosotros no estemos en prisión, esperando
nuestra condena a muerte, pero solo Dios sabe de nuestros problemas y nuestro
dolor, de su profundidad y complejidad, de la carga que cada uno lleva sobre
los hombros… Probablemente (ojalá) la mayor parte del tiempo sea un dolor
quieto, presente pero apenas perceptible. Sin embargo, hay ciertos momentos en
nuestras vidas donde todas las puertas parecen cerrarse al mismo tiempo, donde
distintas situaciones sofocan nuestra vida y parece que literalmente TODO sale mal y no hay salida. ¿Qué
hacer en esos momentos?
Como sabemos,
los santos no fueron extraños a este escenario. Su amor a Dios y su fe no los
eximieron del sufrimiento, ni ellos tampoco pretendieron que así fuera. La
diferencia entre ellos y nosotros es que los santos, a pesar de atravesar
semejantes o peores vicisitudes, conocían a su Señor y confiaban en Él. Es por
eso que, basados en ese testimonio, les ofrecemos 5 puntos de reflexión que
pueden ayudarnos cuando nos sintamos abatidos o defraudados por la vida:
1. Un día a la vez
«No se inquieten
por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le
bastan sus propias preocupaciones» (Mateo 6,34). De esta forma, nuestro
Señor nos alienta a no vivir en el pasado (resentimientos) ni mortificarnos por
cosas que todavía no suceden (preocupaciones). Como verdadero hombre, conoce
nuestra naturaleza y sabe de qué pie cojeamos. Él nos insta a vivir en el
presente, a enfocarnos en las herramientas que tenemos hoy para que con cabeza
clara podamos trabajar en lo que nos compete. De lo contrario, seremos presa
fácil de preocupaciones abrumadoras que nos llenan de desaliento y que en el
peor de los casos pueden llevarnos a la desesperación.
Un buen
antídoto frente a esto es la oración de santa Teresa de Ávila, Doctora de la
Iglesia. Ella misma fue atribulada por enfermedades, problemas, persecución y
calumnias. Sin embargo, su fe, aplomo y sabiduría hizo que esta mujer
revolucionara la sociedad de su tiempo y fuera un verdadero regalo de Dios a su
Iglesia. Esta es pues una oración escrita en medio de esas contradicciones:
«Nada te turbe,
nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza;
quien a Dios tiene nada le falta: Solo Dios basta. Eleva tu pensamiento,
al cielo sube, por nada te
acongojes, nada te turbe. A Jesucristo sigue con pecho
grande, y, venga lo que
venga, nada te espante. ¿Ves la gloria del mundo? Es
gloria vana; nada tiene de
estable, todo se pasa. Aspira a lo celeste, que siempre
dura; fiel y rico en promesas, Dios no se muda. Ámala cual merece bondad
inmensa; pero no hay amor fino sin la paciencia. Confianza y fe viva
mantenga el alma, que quien cree y espera todo lo alcanza. Del infierno,
acosado, aunque se viere, burlará sus furores quien a Dios tiene. Vénganle
desamparos, cruces, desgracias; siendo Dios tu tesoro nada te falta. Id,
pues, bienes del mundo; id dichas vanas; aunque todo lo pierda, solo Dios
basta» (Santa Teresa de Ávila, 1515-1582).
2. El sufrimiento/los problemas también son una oportunidad
«Bendita la
crisis que te hizo crecer, la caída que te hizo mirar al cielo, el problema que
te hizo buscar a Dios» (san Pío de Pietrelcina). Con esta corta frase,
este gran santo italiano encapsula la sabiduría profunda de saber reconocer a Dios y su amor en
medio de los problemas.
Podemos estar
de acuerdo en que a veces nuestra propia terquedad, egoísmo, soberbia o incluso
ignorancia hace que vivamos de espaldas a Dios, llevando vidas no malas
necesariamente, pero bastante lejanas de ser santas. Es así que, sin darnos
cuenta, podemos volvernos indiferentes con respecto a Dios, los sacramentos, el
servicio a los demás o cualquier aspecto de la fe. Vivir así pone en peligro nuestra
eternidad y Dios, como Buen Padre, intenta de todos los
modos llamar nuestra atención, romper el estado zombi y catatónico de nuestra
existencia para al fin abrirnos a Él.
El gran santo
español, Juan de Ávila, también Doctor de la Iglesia, se refería a la sensación
de ausencia de Dios como “noche del alma”. En el caso de los santos, la noche
del alma no se refiere a momentos de crisis para que vuelvan a Dios, sino al
tiempo prolongado de sequedad espiritual por el cual las almas devotas
purifican su amor a Dios, de tal forma que lo amen no por lo que obtienen de Él
sino por Él mismo. Ya sea que, nuestro caso sea uno u otro, creo que podemos
identificarnos con la oración que San Juan de Ávila escribió estando
injustamente preso acusado por sus propios hermanos. Edifica mucho que él
celebre esta “noche oscura” pues sabe que es a partir de ella que el alma (la
amada) y Dios (el Amado) se encuentran con redoblado amor:
«En una noche
oscura, con ansias de amores inflamada, ¡oh dichosa ventura! salí sin ser
notada, estando ya mi casa sosegada, sin otra luz ni guía sino la que en
el corazón ardía. Aquella me guiaba, más cierta que la luz del mediodía, adonde
me esperaba quien yo bien me sabía, en parte donde nadie parecía. ¡Oh
noche que guiaste! ¡Oh noche más amable que la alborada, Oh noche que juntaste amado con
amada, amada en el Amado transformada!»
En medio de las
dificultades y el desconcierto no hay otra luz que guíe sino la fe. Felices de nosotros
si esa fe es como la que describe san Juan de Ávila: más cierta que la luz del
mediodía.
3. Amar a Dios es confiar en Él
«Nos vienen
pruebas de toda clase, pero no nos desanimamos. Andamos con graves
preocupaciones, pero no desesperados: perseguidos, pero no abandonados;
derribados, pero no aplastados» (2 Cor 4, 8).
Una vez más
citamos al gran apóstol san Pablo. Por medio de sus escritos y enseñanzas, no
nos queda duda que conocía a nuestro Señor, que había experimentado Su amor y
que, por eso, confiaba en Él. Como señalaba el Padre Bernardo Hurault: «Con la
firme esperanza de la fe, el testigo de Cristo ha de mostrarse valiente y
fuerte como mensajero de Cristo Vencedor. Convencerá por su propia convicción». Esa
convicción será verdadera si nosotros, en medio de los problemas, no nos
alejamos de Dios, sino que recurrimos más fervientemente a los sacramentos y a
su Palabra que salva. En ese momento, experimentaremos la certeza de sabernos
hijos amados de Dios y aunque andemos con graves preocupaciones, no caeremos en
la desesperación, pues mientras estemos en gracia de Dios, nuestras vidas
estarán en Sus manos.
4. ¿Voluntad de Dios?
Aunque veces en
el lenguaje cotidiano se suela atribuir cualquier cosa buena o mala a la
voluntad de Dios, se puede caer en el error de creer que asesinatos, robos o
cualquier tragedia sean algo que Él haya deseado. Como explicaba Madre
Angélica, dentro de la voluntad de Dios, hay cosas que Él ordena, es decir
cosas que desea para nosotros, y otras cosas que permite. Dentro de esta última
categoría estarían los males ocasionados no por el bien, sino por la ausencia
de Dios en la vida de las personas que los cometen. Sabemos que Dios respeta
nuestra libertad, pues no somos robots que Él controla a su antojo (así de
grande es su amor). Por lo tanto, a pesar de que Él no desee la muerte de
alguien a causa de un conductor ebrio, por ejemplo, puede permitirlo sabiendo
que en su omnipotencia «todas las cosas obran para el bien de quienes lo aman,
los que han sido llamados de acuerdo con su propósito» (Romanos 8, 28). La
frecuencia de los sacramentos nos dará esta paz y certeza.
Más aún, en el
evangelio, nuestro mismo Señor nos conforta y nos pide que no tengamos miedo.
Nos habla una y otra vez del amor del Padre y de cuánto le importamos. Esto
debería bastarnos para no dejarnos abatir por el peso de los problemas, pues
Dios está en control de la historia: «¿Acaso un par de pajaritos no se venden
por unos centavos? Pero ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita
vuestro Padre. En cuanto a ustedes, hasta sus cabellos están todos contados. ¿No valen ustedes más que
muchos pajaritos? Por lo tanto, no tengan miedo» (Mt 10, 29-31).
5. Mirar la Cruz
¿Quién puede
reclamar genuinamente acerca de las injusticias de la vida si fue el propio
Jesucristo que experimentó la injusticia más grande de la historia? ¿Cómo ese
Dios no va a entender nuestro padecimiento? ¿Cómo no hallaremos en Sus brazos
consuelo? Mirar a Cristo crucificado en medio de nuestro dolor, llorar con Él
frente al Santísimo, puede darnos el más dulce de los consuelos y la gracia de
entender un poquito más el sentido salvífico del dolor. Mientras tanto,
comparto con ustedes un extracto de «La Imitación de Cristo» de Thomas de
Kempis:
«Tengo ahora
muchos amantes de mi reino; pero pocos se preocupan por mi cruz. Muchos desean mis consuelos, pocos
mis tribulaciones. Encuentro muchos compañeros de mi mesa,
pocos de mi abstinencia. Todos quieren alegrarse conmigo, pocos quieren
sufrir algo por mí. Muchos me siguen hasta la fracción del pan; pocos
hasta beber el cáliz de mi Pasión. Muchos reverencian mis milagros, pocos
se apegan a la ignominia de mi cruz. Muchos me aman mientras la prueba no
les llega. Muchos me alaban y me bendicen mientras reciben algunos
favores. Pero si me escondo y los dejo un instante, se quejan y caen en el
más completo abatimiento. Al contrario, los que me aman por mí mismo y no
en vista de algún interés particular, me bendicen en las pruebas y en las
angustias del corazón, como en medio de las grandes alegrías».
Que nuestro
Señor nos dé la gracia de los santos y aprendamos a amarlo, ofrecer nuestro
sufrimiento por el bien de las almas y finalmente descansar nuestros corazones
en el de Él. Así sea.
Por: Solange Paredes
Fuente:
Catholic-link.com






