Si te
lo cuestionas todo y sólo ves prohibiciones que te aprisionan, quizás estás
viviendo una fe superficial, es hora de hacer algo
Creo
que el peligro del creyente es la superficialidad en la fe. Cuando falta el
amor personal siempre surgen las dudas. Cuando mi amor hacia la persona amada
se enfría, dejo de confiar en él y sospecho. Surgen dudas. Ya no le admiro como
lo admiraba antes del desamor.
Sin
amor la fe se tambalea. Doy importancia a cosas nimias, pequeñas, sin valor. Cuando
mi fe en la Iglesia no está centrada en el amor personal a Jesús es imposible
que mi fe sea sólida.
Lo será mientras me conforme
con explicaciones infantiles y no me cuestione nada de lo que me piden. Cuando
no le dé importancia a la fe aprendida en el colegio, en mi familia. Mientras decida no profundizar, no hay problema.
Viviré una fe superficial que aún no se ha
confrontado con la vida.
Pero más tarde, cuando
crezca y las preguntas ya dejen de ser infantiles, y tengan más peso porque
tienen que ver con la vida real, entonces sospecharé, condenaré a esa Iglesia
exigente y anticuada.
Se convierte así la Iglesia
en una madre exigente y dura que sólo prohíbe, limita e impone. Una madre que,
a cambio de mi buen comportamiento, no me da nada concreto para la vida, sólo
la promesa dulce de un cielo eterno.
Y vivo eludiendo pecados
para cumplir con la exigencia de una vida pura y sin mancha. Incluso puedo
llegar a pensar que atándome a Dios estaré más seguro. Vana ilusión.
Súbitamente compruebo
que el mal en forma de desgracias, enfermedades, pérdidas, accidentes, puede
llegarle a cualquiera. No importa si cree o no en ese Dios providente.
¿Qué
ventajas tiene creer en ese Dios que sólo prohíbe y manda sin ninguna
alegría para la vida? Vivir en Dios no me protege, no me salva de los
problemas, no me hace más fácil la vida. No compensa. Brotan las dudas
justificadas.
Una madre que sólo exige no
es una buena madre. Es una madre que no me espera con los brazos abiertos cada
día a la puerta de la casa. Sin preguntarme dónde he estado y qué he hecho.
No recibo abrazos en
momentos de caída. No me da su consuelo cuando me hundo en la tristeza. No me
da esperanza para el hoy en mi desaliento. Sólo me manda, me limita, me veta.
No
encuentro paz en una Iglesia que no es madre sino madrastra. Es como si no me hubiera
engendrado. Tal vez nunca hubo amor en nuestra relación
materno filial. Y mi corazón se fue endureciendo. Se enfrió el amor.
Pierdo
de golpe mi fe de niño. Y surgen las preguntas más hondas y difíciles. Antes, siendo niño, el
amor de mis padres lo suplía todo. Creía porque ellos creían. Y ellos no podían
estar en un error.
Ahora he
madurado y veo todo con más distancia. Ya no admiro a mis padres, ni a la
Iglesia en la que creen. Ni a ese Dios que no me protege del mal y sólo me pide
buen comportamiento.
Y
llega la crisis. Que
puede quedar tapada debajo de una vida superficial. O puede aflorar en momentos
de confrontación con problemas, con pérdidas, con dolores.
Y me doy cuenta de mi
poca hondura de alma. No conozco a ese Jesús del que la Iglesia me habla. Nunca lo
he visto, nunca me ha cuestionado.
No lo he mirado a los ojos,
no me he enamorado de su voz, de sus palabras, de sus gestos. No me ha hablado
al corazón o al menos no lo he escuchado.
El problema actual del
hombre es su superficialidad. Vive en el borde de su
alma. Sujeto a la piel. Preocupado solo de problemas diarios. De miedos y
alegrías temporales. Falta hondura.
Entonces desconfío de mi
Iglesia madrastra que sólo me limita y exige. Me
cuestiono con aire de hombre maduro: ¿No se habrá quedado anticuada la Iglesia
en la fe que me ofrece?
Y ese Jesús que está en
todas partes, ¿por qué no lo siento en mi alma ahora que es cuando más lo
necesito? Se endurece el corazón.
No he
tenido un encuentro personal con Jesús, no lo he amado nunca. No he hablado con un
tú personal. No he escuchado su voz pronunciando mi nombre.
Tal vez por eso me falta
radicalidad de vida y no creo en la misericordia. Ni en la justicia. Ni en la
verdad. Todo lo cuestiono y me parecen relativas
esas creencias que un día me parecieron tan sólidas. ¿No es ese el drama de muchos
cristianos hoy? Dice
la Biblia:
“Bendeciré
tu nombre por siempre jamás. Día tras día te bendeciré, y alabaré tu nombre por
siempre jamás. El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico
en piedad, el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. El
Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor
sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan”.
Mientras no conozca ese amor
misericordioso, mientras no ame a ese Jesús que viene a salvarme en mi vida, a
sostenerme cuando me doble cansado y triste, mientras no sea capaz de abrir mi
corazón al suyo y pedirle que no me deje nunca, mi fe será débil y caerá ante
el menor contratiempo.
Si
ahondo en mi alma, me adentro en mi interior, me dejo tiempo para navegar por
mi historia agradeciéndole que viaje conmigo en mi barca, si lo amo y alabo
cada día, entonces seré cristiano. Seré creyente. Seré el amante de ese Dios
que camina conmigo.
Sólo entonces mi fe será
honda. Y no habrá ya nada que la haga tambalear. Porque
la experiencia concreta del amor de Dios sostendrá mis pasos.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






