Secretariado
para la Justicia Social y la Ecología
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Reunión del Secretariado para la Justicia Social y la Ecología de la Compañía de Jesús,
7 nov. 2019 © Vatican Media
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El
Papa Francisco invitó a “abrir caminos a la esperanza” en el mundo actual y a
compartir la “verdadera esperanza cristiana” para “alentar, consolar, confortar
y reanimar”, especialmente a los más pobres.
Hoy,
7 de noviembre de 2019, el Santo Padre se reunió con los participantes en la
Reunión del Secretariado para la Justicia Social y la Ecología de la Compañía
de Jesús.
Este
encuentro tiene lugar en Roma con ocasión del 50º aniversario de su fundación,
sobre el tema “Un camino de justicia y reconciliación: 50 años y más allá”.
Promover la justicia
Durante
su discurso, Francisco recordó la llamada de la Compañía de Jesús al servicio
de los pobres, una tradición ignaciana que perdura hasta nuestros días y que el
padre Arrupe tuvo intención de fortalecer.
En
este sentido, resaltó que Arrupe “siempre creyó que el servicio de la fe y la
promoción de la justicia no podían separarse: estaban radicalmente unidas. Para
él, todos los ministerios de la Compañía tenían que responder, a la vez, al
desafío de anunciar la fe y de promover la justicia”.
Encontrar al Dios en los
pobres
El
Obispo de Roma explicó que cada año la liturgia nos invita a “contemplar a Dios
en el candor de un niño excluido, que venía a los suyos, pero fue rechazado
(cf. Jn 1,11)” y esta contemplación de Dios excluido “nos ayuda a
descubrir la belleza de toda persona marginada”.
También
remarcó que en los pobres se encuentra “un lugar privilegiado de encuentro con
Cristo” y este “acrisola nuestra fe”, algo que también se ha experimentado en
la Compañía de Jesús.
Así,
el Obispo de Roma pidió a los presentes que no dejaran de mostrar “esta
familiaridad con los vulnerables”, ya que, “nuestro mundo roto y dividido
necesita construir puentes para que el encuentro humano nos permita a cada uno
descubrir en los últimos el bello rostro del hermano”.
Seguir a Jesús entre los
crucificados
El
Papa Francisco señaló que el espíritu de Jesús crucificado sigue presente y
“nos mueve a seguirle en el servicio a los crucificados de nuestro tiempo”,
agregando que en la actualidad abundan las situaciones de injusticia y de
dolor humano, como la trata de personas, las expresiones de xenofobia y la
búsqueda del interés nacional, la desigualdad entre países y en el
interior de los mismos y el maltrato a la casa común.
De
este modo, para él, seguir a Jesús en estas circunstancias conlleva el
acompañamiento a las víctimas, la atención a las necesidades humanas que
surgen, así como la reflexión sobre la realidad del mundo, “para desenmascarar
sus males, para descubrir las mejores respuestas, para generar la creatividad
apostólica y la hondura que el P. Nicolás tanto deseaba para la Compañía”.
“Revolución cultural”
En
definitiva, Francisco considera que es necesaria “una verdadera ‘revolución
cultural’ (ibíd., 114), una transformación de nuestra mirada colectiva, de
nuestras actitudes, de nuestros modos de percibirnos y de situarnos ante el
mundo”.
El
Santo Padre reiteró que el mundo está necesitado de “transformaciones que
protejan la vida amenazada y defiendan a los más débiles” e indicó que el
apostolado social está para resolver problemas, pero, sobre todo, “para
promover procesos y alentar esperanzas”.
Finalmente,
animó a los jesuitas a cuidar su relación diaria “con el Cristo resucitado y
glorioso”, a ser “obreros de la caridad y sembradores de esperanza” y a
caminar “cantando y llorando, que las luchas y preocupaciones por la vida
de los últimos y por la creación amenazada no les quiten el gozo de la
esperanza (cf. Exhort. apost. Laudato si’, 244)”.
A
continuación, sigue el discurso completo del Papa.
Discurso del Santo Padre
Buenos
días y bienvenidos.
La
Compañía de Jesús, lo sabemos todos, desde el principio fue llamada al
servicio de los pobres, una vocación que san Ignacio incorporó a la Fórmula de
1550. Los jesuitas se dedicarían «a la defensa y propagación de la fe y al
provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana», así como a «reconciliar
a los desavenidos, socorrer misericordiosamente y servir a los que se
encuentran en las cárceles o en los hospitales, y a ejercitar todas las demás
obras de caridad». [1] Aquello no era una declaración
de intenciones, sino un modo de vida que ya habían experimentado, que les
llenaba de consolación y al que se sentían enviados por el Señor.
Esa
tradición ignaciana originaria ha llegado hasta nuestros días. El P.
Arrupe tuvo la intención de fortalecerla. En la base de su vocación se
encontraba la experiencia de contacto con el dolor humano. Años más tarde
escribiría: «Vi (a Dios) tan cerca de los que sufren, de los que lloran, de los
que naufragan en esta vida de desamparo, que se encendió en mí el deseo
ardiente de imitarle en esta voluntaria proximidad a los desechos del mundo,
que la sociedad desprecia». [2]
Hoy
usamos la palabra “a los descartados”, ¿no?, y hablamos de cultura del
descarte, esta gran mayoría de gente dejada al camino. Para mí, de este texto
lo que me toca profundamente es el origen de donde viene. De la oración, ¿no?
Arrupe era un hombre de oración, un hombre que peleaba con Dios todos los días,
y de ahí nace esto fuerte. El P. Pedro siempre creyó que el servicio de la
fe y la promoción de la justicia no podían separarse: estaban radicalmente
unidas. Para él, todos los ministerios de la Compañía tenían que responder, a
la vez, al desafío de anunciar la fe y de promover la justicia. Lo que hasta
entonces había sido una encomienda para algunos jesuitas, debía convertirse en
una preocupación de todos.
Los pobres, lugar de
encuentro con el Señor
Cada
año, la liturgia nos invita a contemplar a Dios en el candor de un niño
excluido, que venía a los suyos, pero fue rechazado (cf. Jn 1,11).
Según san Ignacio, una ancila –ancila, una persona, una joven que
sirve–, asiste a la Sagrada Familia. [3] Junto a ella,
Ignacio nos apremia a introducirnos también nosotros, «haciéndome yo un
pobrecito y esclavito indigno, contemplándolos y sirviéndolos en sus
necesidades, como si presente me hallase». [4] Esto no
es poesía ni publicidad, esto Ignacio lo sentía. Y lo vivía.
Esta
contemplación activa de Dios, de Dios excluido, nos ayuda a descubrir la
belleza de toda persona marginada. Ningún servicio sustituye a «valorar al
pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de
vivir la fe (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 199).
En
los pobres, han encontrado ustedes un lugar privilegiado de encuentro con
Cristo. Ese es un precioso regalo en la vida del seguidor de Jesús: recibir el
don de encontrarse con él entre las víctimas y los empobrecidos.
El
encuentro con Cristo entre sus preferidos acrisola nuestra fe. Así sucedió en
el caso de la Compañía, cuya experiencia con los últimos ha ahondado y
fortalecido la fe. «Nuestra fe se ha hecho más pascual, más compasiva, más
tierna, más evangélica en su sencillez», [5] de modo
especial, en el servicio de los pobres.
Han
vivido ustedes una verdadera transformación personal y corporativa en la
contemplación callada del dolor de sus hermanos. Una transformación que es una
conversión, un regreso a mirar el rostro del crucificado, que nos invita cada
día a permanecer junto a él y a bajarle de la cruz.
No
dejen de ofrecer esta familiaridad con los vulnerables. Nuestro mundo roto y
dividido necesita construir puentes para que el encuentro humano nos permita a
cada uno descubrir en los últimos el bello rostro del hermano, en quien nos
reconocemos, y cuya presencia, aun sin palabras, reclama en su necesidad
nuestro cuidado y nuestra solidaridad.
Seguir a Jesús entre los
crucificados
Jesús
no tenía «dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20), entregado como estaba a
«proclamar la buena noticia del Reino y a curar toda clase de enfermedades y
dolencias» (Mt 4,23). Hoy su Espíritu, vivo entre nosotros, nos
mueve a seguirle en el servicio a los crucificados de nuestro tiempo.
En
la actualidad abundan las situaciones de injusticia y de dolor humano que
todos bien conocemos. «Quizá se puede hablar de una tercera guerra combatida
“por partes”, con crímenes, masacres, destrucciones» (Homilía, Redipuglia, 13
septiembre 2014). Subsiste la trata de personas, abundan las expresiones de
xenofobia y la búsqueda egoísta del interés nacional, la desigualdad entre
países y en el interior de los mismos crece sin que se encuentre remedio. Con
una progresión yo diría geométrica.
De
otra parte, «nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los
dos últimos siglos» (Exhort. apost. Laudato si’, 53). No sorprende que una
vez más «los más graves efectos de todas las agresiones ambientales los sufra
la gente más pobre» (ibíd., 48).
Seguir
a Jesús en estas circunstancias conlleva un conjunto de tareas. Comienza por el
acompañamiento a las víctimas, para contemplar en ellas el rostro de nuestro
Señor crucificado. Continúa en la atención a las necesidades humanas que
surgen, muchas veces innumerables e inabordables en su conjunto. Hoy también es
preciso reflexionar sobre la realidad del mundo, para desenmascarar sus males,
para descubrir las mejores respuestas, para generar la creatividad apostólica y
la hondura que el P. Nicolás tanto deseaba para la Compañía.
Pero
nuestra respuesta no puede detenerse aquí. Necesitamos de una verdadera
«revolución cultural» (ibíd., 114), una transformación de nuestra mirada
colectiva, de nuestras actitudes, de nuestros modos de percibirnos y de situarnos
ante el mundo. Finalmente, los males sociales con frecuencia se enquistan en
las estructuras de una sociedad, con un potencial de disolución y de muerte
(cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 59). De ahí la importancia del
trabajo lento de transformación de las estructuras, por medio de la
participación en el diálogo público, allí donde se toman las decisiones que
afectan a la vida de los últimos (cf. Encuentro con los movimientos
populares en Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, 9 julio 2015).
Algunos
de ustedes y otros muchos jesuitas que los antecedieron pusieron en marcha
obras de servicio a los más pobres, obras de de educación, de atención a
los refugiados, de defensa de los derechos humanos o de servicios sociales en
multitud de campos. Continúen con este empeño creativo, necesitado siempre de
renovación en una sociedad de cambios acelerados. Ayuden a la Iglesia en el
discernimiento que hoy también tenemos que hacer sobre nuestros apostolados. No
dejen de colaborar en red entre ustedes y con otras organizaciones eclesiales y
civiles para tener una palabra en defensa de los más desfavorecidos en este
mundo cada vez más globalizado. Con esa globalización que es esférica, que
anula las identidades culturales, las identidades religiosas, las identidades personales,
todo es igual. La verdadera globalización debe ser poliédrica, unirnos, pero
cada uno conservando la propia peculiaridad.
En
el dolor de nuestros hermanos y de nuestra casa común amenazada es necesario
contemplar el misterio del crucificado para ser capaces de dar la vida hasta el
final, como hicieran tantos compañeros jesuitas desde el año 1975. Celebramos
este año el 30 aniversario del martirio de los jesuitas de la Universidad
Centroamericana de El Salvador, que tanto dolor causó al P. Kolvenbach y que lo
movió a pedir la ayuda de jesuitas en toda la Compañía. Muchos respondieron
generosamente. La vida y la muerte de los mártires son un aliento a nuestro
servicio a los últimos.
Y abrir caminos a la
esperanza
Nuestro
mundo está necesitado de transformaciones que protejan la vida amenazada y
defiendan a los más débiles. Buscamos cambios y muchas veces no sabemos cuáles
deben ser, o no nos sentimos capaces de abordarlos, nos sobrepasan.
En
las fronteras de la exclusión corremos el riesgo de desesperar, si atendemos
únicamente la lógica humana. Lo llamativo es que muchas veces las víctimas de
este mundo no se dejan llevar por la tentación de claudicar, sino que confían y
acunan la esperanza.
Todos
nosotros somos testigos de que «los más humildes, los explotados, los pobres y
excluidos, pueden y hacen mucho… Cuando los pobres se organizan se convierten
en auténticos «poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de
viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el
mercado mundial» (Encuentro con los movimientos populares en Bolivia, Santa
Cruz de la Sierra, 9 julio 2015).
¿El
apostolado social está para resolver problemas? Sí, pero sobre todo para
promover procesos y alentar esperanzas. Procesos que ayuden a crecer a las personas
y a las comunidades, que las lleven a ser conscientes de sus derechos, a
desplegar sus capacidades y a crear su propio futuro.
Ustedes
trabajen por «la verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino
escatológico, (y que) siempre genera historia» (Exhort. apost. Evangelii
gaudium, 181). Compartan su esperanza allá donde se encuentren, para alentar,
consolar, confortar y reanimar. Por favor, abran futuro, o para usar la
expresión de un literato actual, frecuenten el futuro. Abran futuro, susciten
posibilidades, generen alternativas, ayuden a pensar y actuar de un modo
diverso. Cuiden su relación diaria con el Cristo resucitado y glorioso, y sean
obreros de la caridad y sembradores de esperanza. Caminen cantando y llorando, que
las luchas y preocupaciones por la vida de los últimos y por la creación
amenazada no les quiten el gozo de la esperanza (cf. Exhort. apost. Laudato
si’, 244).
Quisiera
terminar con una imagen –los curas en las parroquias repartimos estampitas,
para que la gente se lleve una imagen a la casa, una imagen nuestra de
familia–. El testamento de Arrupe, allá en Tailandia, en el campo de
refugiados, con los descartados, con todo lo que ese hombre tenía de simpatía,
de padecer con esa gente, con esos jesuitas que estaban abriendo brecha en
aquel momento en todo este apostolado, les pide una cosa: no dejen la oración.
Fue su testamento. Dejó Tailandia ese día y en el avión tuvo su ictus. Que esta
estampita, que esta imagen, los acompañe siempre. Gracias.
Larissa I. López
[1] Fórmula
del Instituto (21 julio 1550), aprobada y confirmada por el papa Julio
III.
Fuente: Zenit