Respuestas en la Biblia y en la tradición católica a una
cuestión que no trata de poder sino de servicio
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| © M.P. King / State Journal |
Antes
de entrar en materia, debo hacer una advertencia sobre este artículo.
Necesariamente ha de ser provisional. En 2016 se creó una Comisión pontificia,
presidida por el cardenal Ladaria, para estudiar este tema. A la espera de sus
conclusiones, se aportan aquí algunas consideraciones que consideran los
elementos de juicio sobre la respuesta a esta pregunta.
En el Nuevo Testamento
En
los Hechos de los Apóstoles se narra lo que se considera como el inicio del
diaconado. Citamos aquí el texto completo:
En
aquellos días, al crecer el número de los discípulos, se levantó una queja de
los helenistas (judíos
procedentes de la diáspora) contra los
hebreos, porque sus viudas estaban desatendidas en la asistencia diaria. Los
doce convocaron a la multitud de los discípulos y les dijeron:
–
No es conveniente que nosotros abandonemos la palabra de Dios para servir a las
mesas. Escoged, hermanos, de entre vosotros a siete hombres de buena fama,
llenos de Espíritu y de sabiduría, a los que designamos para esta tarea. Mientras,
nosotros nos dedicaremos asiduamente a la oración y al ministerio de la palabra.
La
propuesta agradó a toda la asamblea y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y
del Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Parmenas y a
Nicolás, prosélito de Antioquía. Los
presentaron ante los Apóstoles y orando les impusieron las manos (Hech 6, 1-6).
Lo más importante de todo
este texto es la última frase. La imposición de manos solía significar la vía
de transmisión de una gracia: al ser un signo sensible que comunica una gracia,
tiene una propiedad sacramental. En el Nuevo Testamento se utilizaba para lo que
hoy conocemos como sacramentos de la Confirmación y el Orden.
Es por lo demás la única ocasión en que menciona la imposición
de manos como vinculada al diaconado, y conviene notar que todos los que la
recibieron eran varones.
Los Hechos no utilizan la
palabra “diácono” ni una sola vez. No es algo decisivo, aunque ayuda a
comprender que el término en la época no tenía ninguna connotación relativa al
culto o al sacerdocio.
El
diccionario de la Real Academia de la Lengua ofrece su etimología: “del griego
διάχονος, diákonos; propiamente, `servidor, sirviente´”.
Eso no significa que los
primeros cristianos no le dieran esa connotación. En el deseo de distinguir el
sacerdocio cristiano del judío y de los paganos, utilizaron terminología
propia, y así, por ejemplo, designaron a los sacerdotes como “ancianos”, o sea,
“presbíteros”.
Pero esto también quiere decir que el significado concreto de
la palabra “diácono” dependerá bastante del contexto en que se utilice.
Años
más tarde, san Pablo sí empleará el término “diácono” con el significado de un
estamento eclesial,
al escribir a Timoteo, a cargo de la Iglesia de Éfeso. Después de señalar las
condiciones que debe tener un obispo, pasa a los diáconos:
También
los diáconos deben ser dignos, sin doblez en el hablar, no aficionados al mucho
vino, ni a buscar ganancias turbias, que guarden el misterio de la fe con una
conciencia pura. A éstos primero se les debe someter a prueba, y después podrán
ejercer el diaconado si son irreprochables. Las mujeres también deben ser
dignas, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo. Que los diáconos estén
casados una sola vez, y gobiernen bien a sus hijos y su propia casa. Porque
quienes ejercen bien el diaconado consiguen un puesto de honor y una gran
confianza en lo que atañe a la fe, en Cristo Jesús (I Tim 3, 8-13).
Aquí está claro que el
diaconado es un ministerio establecido en la Iglesia. Sin embargo, hay un punto
oscuro: ¿las mujeres a las que se refiere forman parte de
ese ministerio establecido, o forman un grupo aparte?
O, dicho de otra manera, ¿se
refiere a un grupo de mujeres que colaboraban estrechamente en las labores
asistenciales pero sin la consideración eclesiástica de diácono, o se trata de
verdaderas diaconisas en el sentido que hoy damos a esa palabra?
¿Están en esto equiparadas a
los varones, o se está refiriendo a las viudas “aceptadas” de las que habla un
poco más adelante (I Tim 5, 9 y ss)?
No ayuda a aclarar la
cuestión el que no hable para nada de imposición de manos (lo hace después,
pero referido a los presbíteros: I Tim 5 17 y ss).
Vayamos
ahora al tercer y último texto de interés en este tema que encontramos en el
Nuevo Testamento. El capítulo 16 de la Epístola a los Romanos trata de
recomendaciones y saludos, y empieza así:
Os
recomiendo a Febe, nuestra hermana, diaconisa de la iglesia de Céncreas, para
que la recibáis en el Señor de manera digna de los santos, y la ayudéis en lo
que pueda necesitar de vosotros: porque también ella asistió a muchos y, en
particular, a mí (Rom 16, 1-2).
La pregunta aquí, claro está
es: ¿en qué sentido se utiliza la palabra “diaconisa”? Lo cierto es que no se
puede responder con suficiente certeza.
En resumen, podemos decir
que hay referencias a mujeres ejerciendo una
“diaconía”, e incluso una es llamada “diaconisa”, pero el significado del
término se presta a una variedad de significados, mientras que la única vez en
que se imponen las manos a diáconos, éstos son todos varones.
La consecuencia que se
extrae es que, de por sí, los textos de la Escritura no son muy concluyentes, y
se hace necesario, por tanto, acudir a la tradición eclesial para resolver la
cuestión.
Diaconado y sacerdocio
Desde
otro punto de vista, puede parecer que la cuestión está zanjada con la Carta
Apostólica Ordinatio sacerdotalis de
Juan Pablo II. Es breve; remite los razonamientos a una Declaración anterior,
firmada por Pablo VI. Lo que importa es la declaración final:
“Por
tanto, con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia,
que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi
ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cfr. Luc 22, 32), declaro que la
Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación
sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado
como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.
En 2018, el Cardenal Ladaria clarificó el
alcance de esta declaración, ante alguna voz que sostenía que los actos del
Magisterio ordinario, al no ser infalibles, dejaban la cuestión abierta.
L’Osservatore Romano escribió que “Juan
Pablo II en Ordinatio sacerdotalis se refirió a esta infalibilidad. Así, no
declaró un nuevo dogma, sino que con la autoridad a él conferida como sucesor
de Pedro, confirmó formalmente e hizo explícito, para disipar cualquier duda,
cuál es el magisterio ordinario y universal considerado a lo largo de la
historia de la Iglesia como perteneciente al depósito de la fe”.
Dicho de otra manera, se trata de una
certificación de lo que siempre se ha creído, y esto sí que es infalible.
¿Queda con esto
zanjada la cuestión de las diaconisas? Pues la verdad es que no. Y
la razón es que un diácono no es propiamente sacerdote.
Mucha gente piensa otra cosa, y se alega
que pueden celebrar sacramentos como el
Bautismo y el Matrimonio, y ser ministros de la distribución de la Eucaristía.
Pero si se examina detenidamente esta
afirmación se ve que el diaconado no confiere facultades sacerdotales
específicas. Lo que puede hacer un diácono lo podría
hacer un laico.
En el caso del
Bautismo, leemos en el Catecismo de la
Iglesia Católica que, siendo el diácono –junto con el sacerdote-
ministro ordinario, “en caso de necesidad, cualquier persona, incluso no
bautizada, puede bautizar” (n. 1256).
En el caso de la Eucaristía sucede lo mismo: es
considerado ministro ordinario, pero está a la vista de cualquiera que hay
laicos que son ministros extraordinarios de su distribución.
Sobre el Matrimonio, el mismo Catecismo señala que, en la tradición
latina, “los esposos (…) se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio”
(n. 1623); o sea, son ellos mismos los ministros, y el sacerdote o diácono
dirigen la ceremonia y ejercen el papel de testigos –eso sí, necesarios-
cualificados de ese otorgamiento.
Llegados a este punto, uno se podría
preguntar: ¿entonces, por qué se ordenan? El Catecismo contesta
con una cita del Concilio Vaticano II: “se les
imponen las manos para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio” (n. 1569).
Su ordenación los configura como unos
servidores muy cualificados, y de ahí que realicen de
modo ordinario funciones de culto que solo de modo extraordinario pueden
ejercer los laicos.
Situación actual
En
los años 90, la Comisión Teológica Internacional asumió el estudio de este
tema. Tardó bastante en pronunciarse, y lo hizo de una manera cautelosa en 2002.
“Las diaconisas mencionadas en la tradición
de la Iglesia antigua –afirmaba-, a la vista del rito de institución y las
funciones que ejercían, no eran pura y simplemente equivalentes a
los diáconos”.
Con todo, no quiso dar ninguna conclusión
como definitiva, y así añadía que “corresponde al ministerio de discernimiento
que el Señor estableció en su Iglesia pronunciarse con autoridad en esta
cuestión”. Que es precisamente lo que intenta hacer la Comisión creada a tal efecto
por Francisco.
También parece
que la Comisión está tardando en presentar sus
conclusiones.
No suele haber noticias hasta que esto sucede, pero en este caso hay unas
palabras del Papa que son un indicio al respecto.
Vino a decir que la
discusión está un tanto atascada. Pero añadió algo más que puede
resultar clave:
“Sobre
el diaconado femenino, hay un modo de concebirlo no
con la misma visión del diaconado masculino. Por ejemplo, las fórmulas de ordenación
diaconal encontradas hasta ahora por la comisión no son las mismas para la
ordenación del diácono masculino y se parecen más a lo que hoy sería la
bendición abacial de una abadesa”.
¿Por qué son clave? Porque el núcleo de la
cuestión no está en la terminología, ni por tanto en que se mencionen
diaconisas en tiempos pretéritos, sino si habían
recibido o no el sacramento del Orden con la imposición de manos a tal efecto.
Si resulta que no, entonces el testimonio
histórico –tantas veces citado a favor del diaconado femenino- revela que el
sacramento del Orden, en sus tres grados, siempre ha estado reservado a los
varones.
A lo que parece, se ha buscado y rebuscado
en todas las fuentes históricas disponibles en busca de ese documento que
acredite de alguna manera esa ordenación, y no se ha encontrado.
El Papa ha hecho algunas aclaraciones
importantes sobre el tema. La primera es que esta cuestión no es,
ni debe ser tomada, como un primer paso hacia el sacerdocio femenino. Eso está ya
definitivamente zanjado.
La segunda es que no
estamos ante un asunto del avance de la igualdad de la mujer, que habría estado relegada
en la antigüedad a un puro papel doméstico.
“El sacerdocio femenino –decía- en el culto
pagano estaba a la orden del día. Entonces, ¿cómo se entiende que existiendo
este sacerdocio femenino pagano con las mujeres no se diese en el
cristianismo?”.
No es esa por tanto la perspectiva con que
se debe afrontar la cuestión. Se trata más bien de la
voluntad fundadora de Cristo sobre la Iglesia, que muestra la tradición cristiana a lo largo
de su historia.
No corresponde aquí estudiar las razones de
esa voluntad fundacional, sino solo constatar que bajo este prisma se debe
estudiar –y se está estudiando- la cuestión aquí abordada.
Puede ser oportuna una última
consideración. Cuando uno ve la labor de los diáconos permanentes, se da cuenta
enseguida de que allí no hay carrera eclesiástica posible. Lo que hay es un
servicio abnegado a los fieles sin otra satisfacción que su provecho espiritual.
No se trata por tanto de una cuestión de poder dentro de la Iglesia.
Se trata de servicio; o sea, de diaconía.
Julio de la Vega-Hazas
Fuente: Aleteia






