Joven
esposa, madre y viuda
«Princesa
de Hungría, landgrave de Turingia. Joven esposa, madre y viuda. El rostro de la
ternura hacia los enfermos y los pobres. Patrona de la Tercera Orden
franciscana, de Bogotá y de las enfermeras españolas, entre otras»
El
17 de noviembre de 2007 Benedicto XVI dio inicio al año internacional dedicado
a esta santa que vivió experiencias intensísimas de amor y de dolor en su corta
existencia. Es muy venerada y querida. Patrona de la Tercera Orden franciscana,
de Bogotá, de las enfermeras españolas, de las niñas y mujeres alemanas,
proclamación esta última efectuada por León XIII. Ostenta el patronazgo de la
Orden Teutónica, junto a María y a san Jorge. Tiene dedicadas numerosas
iglesias y capillas, y el arte ha multiplicado su imagen y milagros. Su primera
biografía la publicó en 1237 el cisterciense Cesáreo de Heisterbach y han
seguido proliferando otras muchas.
Nació
en 1207, puede que en el castillo de Sàrospatak, Hungría; no hay más datos. Era
hija del monarca Andrés II, dueño de gran fortuna, y de Gertrudis de
Andechs-Merania descendiente de reyes; tenía dos hermanos prelados. En el árbol
genealógico de Isabel había ejemplos de excelsa virtud. Santa Eduvigis de
Silesia fue su tía materna, y lazos de sangre la vinculaban a santa Isabel de
Portugal. Además, su propia hija Gertrudis, abadesa de Altenberg, es beata.
Acordado su matrimonio por razones de estado cuando tenía 4 años, con Hermann,
hijo del landgrave de Turingia, la trasladaron allí para instruirla; era la
costumbre.
Enseguida
se desencadenaron trágicos acontecimientos. En 1213 su madre fue asesinada, en
1216 murió su prometido y al año siguiente lo hizo el landgrave, que le
profesaba gran afecto. Entonces quedó en manos de Sofía Wittelsbach de Baviera,
la segunda esposa de éste. Tanto a ella como a Hermann les agradaba la cultura
haciendo de la corte un escenario perfecto para artistas y poetas. Entre tanto,
Isabel había dado muestras de piedad, una tendencia muy marcada a ejercer la
caridad y alejamiento de los oropeles de palacio. Implicada en un entramado
político, aunque estaba muy lejos de conflictos, se decidió que regresara a su
país, pero Luís IV, nuevo landgrave tras la muerte de su padre, que había
tenido ocasión de tratarla en palacio, se desposó con ella en 1221.
La
idílica compenetración entre ambos sembró sus vidas de inenarrable felicidad.
Isabel había hallado en Luís su alma gemela, un hombre generoso, desprendido de
sí mismo, que respetó en todo momento sus intensas prácticas de oración y
piedad. Velaba sus noches de vigilia de forma solícita teniendo cuidado de que
las penitencias de su esposa no minaran su salud. Y mostraba público
reconocimiento hacia sus constantes gestos de caridad con los necesitados
defendiéndola de las críticas que alguna vez llovieron sobre ella por parte de
quienes no supieron apreciar su proverbial espíritu de pobreza y magnanimidad,
que Dios bendecía ya con signos extraordinarios. La idea en la que se inscribe
el momento en el que Isabel portaba panes para los pobres, asegurando que un
desconfiado Luís le pidió que le mostrara lo que llevaba, y solo vio rosas, es
fruto de la leyenda, como otras que se han tejido en torno a la santa.
Los
nobles sentimientos que vinculaban a la pareja elevaban el espíritu de Isabel,
que por encima de todo ansiaba unirse con Dios. «Si yo amo tanto a una
criatura mortal, ¿cómo debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?»,
confidenció a una de sus damas. Lo que vivía en su hogar junto al piadoso
landgrave no era más que una simple imagen de ese otro amor con mayúsculas que
ardía en su interior. Tuvieron tres hijos: Sofía, Gertrudis y Hermann, que
murió en 1241. Gertrudis vino al mundo en 1227 al poco de fallecer su padre a
causa de la peste cuando iba a embarcarse como cruzado junto al emperador
Federico II. Isabel tenía 20 años cuando afrontó esta nueva tragedia que laceró
su corazón: «El mundo con todas sus alegrías está ahora muerto para mí».
Desde
que los frailes se afincaron allí a finales de 1221 estaba vinculada a la
espiritualidad franciscana. En 1223 comenzó a ser dirigida por ellos. Al
enviudar la acompañaba en este itinerario Conrado de Marburgo. En aras de la
obediencia que prometió, como tenía vía libre para hacer uso de sus bienes,
siguió sembrando la estela de caridad entre los pobres. Con la excusa de que
dilapidaba su fortuna siendo inepta para el gobierno, su cuñado Enrique Raspe
la expulsó de la corte en pleno invierno. Buscó cobijo en un humilde granero. Y
al clarear el alba se dirigió al convento de los franciscanos entonando a Dios
un Te Deumen acción de gracias. Luego en Eisenach vivió en una modesta
cabaña construida en la ribera del río, y continuó socorriendo a los pobres con
el fruto de su trabajo: costura e hilado. Cuando su tía materna, abadesa de las
benedictinas de Kitzingen, supo de sus penalidades, la confió a su hermano
Eckbert, obispo de Bamberg. La idea de su tío era que Isabel contrajese nuevo
matrimonio, pero ella se negó en aras de la promesa que hizo al enviudar.
Se
afincó en el castillo de Pottenstein. A su tiempo, sus hermanos le restituyeron
la dote y se estableció en Marburgo, seguida por su riguroso director
espiritual. Su heroico ejemplo de caridad sería ya imborrable. Fue artífice de
dos hospitales, en uno de los cuales, abierto en su castillo, procuró atención
cotidiana a centenares de indigentes; el otro lo mandó erigir en la colina de
Wartburg. En 1228, año en que tomó el hábito gris de los penitentes en la capilla
de los franciscanos de Eisenach, impulsó un tercer hospital en Marburgo y allí
sirvió a los enfermos, muchos de los cuales estaban aquejados de graves
úlceras; lo hizo sin temer al contagio. Los pobres y los desvalidos,
hospitalizados o no, en quienes siempre vio el rostro de Cristo, nunca cesaron
de recibir sus tiernos consuelos. Ella misma, dando muestras de su amor al
carisma franciscano, había hecho de la pobreza su forma de vida, desprendida de
todo, hasta que murió con fama de santidad en Marburgo, presa de altas fiebres,
la madrugada del 17 de noviembre de 1231. Gregorio IX la canonizó cuatro años
después, el 27 de mayo de 1235, ante la presencia de miles de fieles, entre
otros, el emperador Federico II.
Isabel Orellana Vilches
Fuente:
Zenit






