Un
testimonio extraído de la experiencia del consultorio de Aleteia
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Ruslan Huzau / Shutterstock |
En
unas viejas postales que de novios mi abuela había enviado a mi queridísimo
abuelo, encontré una en la que pude leer con hermosa y estilizada letra, la
fecha, el lugar y únicamente dos palabras: ¡Solo
ámame!
Me habría gustado
preguntarle a mi abuela la razón de su lacónica frase hacia mí abuelo, pero
ambos ya hace tiempo que partieron al cielo. Sin embargo, pienso que algo puedo
deducir gracias a una
confesión de mi padre que con nostálgico cariño me dijo que aún no entendía qué
fue lo que su madre había visto en el autor de sus días. Además cuento también
con mis propios recuerdos pues tuve
la gracia de tratarlos y conocerlos en el último tramo de su vida.
Mi abuela, con pocos
estudios, tuvo desde muy joven la capacidad natural para juzgar rectamente las
cosas, cualidad que suele conocerse como “sentido común”. Por eso, su familia y
amigos se extrañaron e incluso se preocuparon cuando se enamoró de un hombre
con cabeza dura, pero de gran corazón, según comentó ella después.
Lo cierto, fue que en su
matrimonio, la constante fueron los altibajos del temperamento algo
depresivo del abuelo, a lo que habría que sumar sus
defectos de infundado orgullo, y otras equivocadas actitudes, que
fueron matizándose poco a poco, por la fortaleza, el amor y el optimismo de mi
abuela.
Sucedió que mi abuelo por
ciertos errores, propició la quiebra de lo que había sido su próspero negocio,
al que le había dedicado años de esfuerzo, sumiéndose entonces en el alcohol y una maligna
melancolía. Mientras, mi abuela, lo acompañó en su sufrimiento desde su
intimidad. Nunca dejó de tratarlo con cariño y respeto, confiando en la llegada
de mejores tiempos.
Mi padre contaba que mi
abuelo se refería a esa etapa, como aquella en que se había graduado como
imbécil con altas calificaciones, mientras que, por fortuna, mi
abuela cuidaba de que, a pesar de sus pesares, no dejara de amarla y confiar en
ella, como la única solución a ese trance en el que la adicción y depresión
habían hecho presa de él.
¡Cuánta razón tenía! Mi abuelo superó su depresión y volvió a tomar
las riendas de su vida. Pero fue genio y figura hasta la sepultura pues mi
abuela siempre tuvo que tratarlo “con pinzas”. Pero en un aspecto fue muy
firme: Ella lo soportaría todo, sus faltas y
errores, a excepción de una cosa: que no la amara y no se lo demostrara
intentando ser cada día un poquito mejor.
Era como si le dijera: “Conozco
en tus debilidades, tus esfuerzos y tribulaciones, tus errores, defectos y
desfallecimientos, y aún así, ahora más que nunca quiero tu corazón y que me
ames tal y como eres. ¡Solo te pido que luches!”
Significaba que no estaba
dispuesta a no contar con el corazón de mi abuelo pues si se trataba de esperar
a que se superara en tantas cosas que le fallaban, quizá no la amaría nunca con
ese amor que solo y únicamente podía recibir de él.
Para ella, él era y sería
siempre, su príncipe azul, aunque a veces adquiriera otros tonos.
Un amor cada día más maduro
Y su
amor fue madurando.
Así
fue, porque el amor fue el verdadero y único don
que mi abuela esperó, exigió y cultivó en mi abuelo, como único fundamento para
luchar siempre juntos, y por el que “todo lo demás” se les fue dando por
añadidura.
Con todo, yo que conocí al
abuelo, lo recuerdo hasta el final en ocasiones terco y gruñón, sin que por
ello dejara de estar pendiente de mi abuela hasta en los más mínimos detalles,
pues en su aparente tosquedad, había aprendido de ella a hilar fino en el amor.
Un amor, en cuya cima de la
ancianidad, dieron testimonio de una unidad tan intensa, que una vez ante una
ausencia de mi abuela y mientras era atendido y mimado por sus hijos, mi abuelo
les sorprendió comentando: “¡Qué largos son estos días y yo que no sé estar sin
vuestra madre! “
Y Dios lo escuchó pues lo
llamó primero.
Pocos
años después, también partió mi abuela a ese luminoso lugar, en el que nos los
imaginamos nuevamente juntos, frente a ese amor misericordioso ante quien
desaparecen las estrecheces del amor humano, para ser eternamente felices.
Orfa
Astorga
Fuente:
Aleteia