Ahí
está Dios hecho hombre viviendo lo que nosotros vivimos. Eso me ha cambiado la
vida
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| Foto: @gmillet |
Tamara
Falcó habló el pasado sábado de su conversión en la Jornada de Apostolado
Seglar de Madrid. Unas horas antes, mientras visitaba la catedral de la
Almudena, reconoció a Alfa y Omega que «Dios es tan importante para
mí que lo que diga el resto del mundo me da igual»
¿En qué se diferencia la
infancia de Tamara Falcó de la de una niña normal?
Cuando
se divorcian mis padres paso de tener cinco hermanos a estar sola, eso me
marcó. Mi madre se vuelca conmigo porque soy la única que queda en casa y yo
desarrollo un vínculo especial con mi tío Miguel [Boyer]. Era un
erudito, tremendamente inteligente, y me compraba libros, empezamos a viajar a
sitios como Egipto… Pero era difícil tener esa familia y, por otro lado, ir los
fines de semana a casa de mi padre, que lo pasó mal hasta que rehízo su vida.
Lo
de ser una niña famosa no me acomplejaba nada; todo lo contrario, me encantaba.
Es verdad que, como tío Miguel era ministro y estaba ETA, iba con
guardaespaldas a clase. Pero las cosas iban bien económicamente y era una niña
muy mimada. El capricho que no tuve fue un pingüino. [Se ríe] Lo miramos pero
necesitaba muchísimo hielo. Utilizaba esa parte material para suplir otras
necesidades.
¿Dios aparece por algún
lado?
De
pequeños, la Seño –la señora que nos cuidaba– nos llevaba a Misa los
domingos. Pero cuando mi madre se separa nadie se preocupa de la educación en
la fe. Mi tío Miguel era ateo, no creía en Dios. Y mi madre había
vivido con unos padres, mis abuelos, que, según tengo entendido, tenían esa
rectitud moral en la que no cabía el error... Años después, muerto mi abuelo,
mi abuela vino de Filipinas a vivir a casa. Es una persona muy pía, de rosario
y Misa diaria. ¡Nos cogíamos unos piques mi hermana y yo porque por Navidad o
en nuestro cumple nos regalaba una Misa! Hacía muchas novenas, las oraciones a
santa Brígida que duran meses… y, en una de esas, Dios se apiadó de mí.
Su
hermana estuvo de embajadora de Filipinas en el Vaticano. Cuando me convertí,
fuimos a visitarla a Roma. Me estaba esperando en un cuarto superoscuro y al
entrar me dice: «He escuchado que te has convertido». «Sí, tía Mercy». «¿A que
somos todos una panda de pecadores?», me pregunta. Esa idea de no verte
superior al resto, de no verte con potestad de juzgar, es un paso hacia la
santidad. Y me refiero a los laicos por supuesto… El poder que Dios ha otorgado
a los sacerdotes es distinto.
¿Cómo conoce ese rostro de
un Dios que es Misericordia?
Fue
poco a poco. Tenía los prejuicios que tenía la gente que está fuera de la
Iglesia. Un verano, hace ya ocho años, mi padre me dice que se va a separar por
tercera vez y me pide que vaya al campo con él. Me fui a la Casa del Libro a
buscar lectura de verano y me encontré con la Biblia con una luz encima, en
azulito, con una palmera en la portada –que mi nombre en hebreo quiere decir
palmera– y mapas… Costaba 27 euros y me pareció bastante cara.
La Palabra no tiene precio…
Por
eso [se ríe]. Me la llevé a casa y empecé a leerla por la primera página. En el
Génesis es precioso cuando Dios separa la luz de las sombras. Seguí leyendo el
Antiguo Testamento y vi que eran malísimos, como en Sodoma y Gomorra, y pensé
que, si Dios los quería a ellos, me tenía que querer a mí. Hubo algo que
cambió. Estaba descubriendo ese amor de Dios. Empecé a tener más curiosidad y
más necesidad de Él. Me metía en el cuarto a leer porque estaba hasta
avergonzada. Mi padre vino un día a ver qué me pasaba, me preguntó casi que si
estaba metida en drogas… Le saqué la Biblia, se empezó a reír y me dijo: «Mira,
yo no he sido muy católico, pero tu abuela lo era y estoy encantado de que
estés leyendo la Biblia».
Ese
verano llegué a un barco que habíamos alquilado y todo el mundo dejaba sus
revistas y yo dejé mi kit católico: mi Biblia, mi rosario… Y luego una
amiga me invitó a un retiro en Vic de un padre carismático, el padre Ghislain.
¿Qué cambió a partir de
ahí?
Antes
rezaba a Dios todas las noches y siempre tenía noción de que Dios Padre
existía, que de alguna forma al morirme iba a ir con Él, pero me quedaba por
entender el camino de entre medias. Y me queda por entender. Ahí está Dios
hecho hombre viviendo lo que nosotros vivimos. Eso me ha cambiado la vida. Me
siento bendecida porque el Espíritu Santo me ha ido llevando de la mano.
En
un estado de enamoramiento de Jesús hice la Confirmación con el Camino
Neocatecumenal, iba a la Encarnación a Misa cada día, fui a Medjugorje y a
un retiro de Emaús… Ahora voy a mi parroquia y he empezado a hacer dirección
espiritual con un sacerdote que es de la Obra, aunque yo no lo soy. A cada uno
Dios nos llama de una forma y hay distintas espiritualidades para escoger
dentro de la Iglesia. Decir que uno es católico no practicante es como ser
vegetariano y comer carne.
Clara
sí es del Opus [explica mirando a la amiga que la acompaña en su visita a la
catedral]. En 2013 fui a dar testimonio a Sevilla y, al terminar,
apareció ella y me pidió el teléfono y yo pensé: «Bueno, le doy el mail de
Yahoo, al que va todo el spam». Ahí empezamos una amistad de verdad. Me había
mudado a una casa con terraza y esta se la había dedicado a la Virgen. Estaba
buscando una imagen de exterior por todos lados y justo ella me dijo que me iba
a regalar una estatua de alabastro, la Virgen de la Alegría. La Virgen ha sido
una figura maternal en la que he encontrado ese amor que no te falla.
Cuando empieza a hablar de
este «enamoramiento» de Cristo en un mundo quizá más superficial, ¿encuentra
incomprensión?
Incomprensión
hay, pero bienaventurados cuando se burlen y se rían de vosotros… Es verdad que
es algo muy privado, que Dios te está tocando el corazón, y me costó tiempo
hablar de ello con la prensa. Pero quiero tanto a Dios, es tan importante para
mí, es mi pilar, que lo que diga el resto del mundo me da igual. Lo que más me
importa es no hacerle daño a Él aunque con eso y con todo meto la pata.
En Masterchef,
por ejemplo, he estado con un montón de gente distinta a mí. Intento tratar a
la gente con respeto y espero respeto, lo que considero que es una versión de
amar al prójimo como a ti mismo. Cuando alguien te hace daño y ves a Jesús que
aguanta, ves que es el camino, que además te devuelve la paz. Yo tengo un pazómetro.
Veo cosas que me están quitando la paz y digo: «Uy, con esto no vamos bien».
Creo
que Dios nos ama a todos. He estado en el abismo y sé que todos tenemos esa
posibilidad de cambio y de amor. Cuando alguien se siente rechazado y está
envuelto en esa oscuridad, como le tires otra piedra, es muchísimo peor. Dios
tenía un plan conmigo, un plan de salvación.
Rodrigo
Pinedo
Fuente:
Alfa y Omega






