“Hágase”
Quiero
hoy mirar a María en Nazaret. La miro sorprendida ante el Ángel:
“En
aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea
llamada Nazaret”.
¿Qué estaría haciendo María
en ese momento? No lo sé. Me gustaría saber si estaba en oración o estaba
ocupada en sus quehaceres diarios. Me inclino más a lo segundo. Estaría en
medio de su rutina. En medio de su vida. Y apareció un ángel.
Comenta el papa Francisco:
“Ninguna
otra criatura ha visto brillar sobre sí el rostro de Dios como ella, que dio un
rostro humano al Hijo del Padre eterno”.
El ángel le hizo ver el
rostro de Dios en medio de su vida. A
menudo quiero que Dios me hable en los silencios más sagrados. Quiero que me diga cuál es
mi misión muy quedo, en la contemplación.
Y puede ser que ahí escuche
mejor, es cierto. Pero Dios usa sus caminos. Tiene sus métodos. Y se
acerca a mi vida allí donde me encuentro. Y me habla cuando menos lo espero. En
personas, en silencios, en voces, en gritos.
Y viene a mí para que me
ponga en camino sacándome de la rutina. O haciendo que mi vida se llene de
sorpresas. En medio de lo cotidiano. Así es Dios.
Tiene sus métodos. Seguro
que los tuvo con María. E irrumpió en su vida apacible de Nazaret para
cambiarle el ritmo sosegado de sus pasos.
Esperó paciente a que esa
niña descubriera su rostro. Y se arrodilló lleno de respeto ante una virgen que
no sabía nada de la vida.
Y puso en su corazón, sobre
sus hombros, una misión imposible. Encendió un fuego en su alma. Sembró una
semilla. Sucedió todo a la velocidad de Dios, a la del viento.
¿Qué significa ser la Madre
de Jesús? Demasiado grande, un sinsentido. ¿Por
qué querría Dios tomar mi carne siendo Él todopoderoso? ¿Con qué fin limitarse
en el tiempo y en el espacio?
¿Para qué someter el Verbo a
la palabra, que tiene tantos límites? ¿Y su amor infinito sujeto al tiempo? No
lo sé. Parece tanta locura recordar ese día en Nazaret…
Miro a María en la
Anunciación. Una niña virgen, llena de Dios. Y escucho la voz del ángel:
“Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo. No temas, María, porque has encontrado
gracia ante Dios”.
Las palabras del ángel
llenan su corazón de paz. María se siente profundamente amada.
No tiene nada que temer. Dios está con Ella.
La ama con locura. Y la ha
elegido para habitar en su seno. En su alma. Para siempre. Nunca estará sola.
Nunca le faltarán las fuerzas. María se sabe tan pequeña, tan niña:
“¿Cómo
será eso, pues no conozco a varón?”.
Simplemente confiesa su
debilidad. No duda, María cree. Quiere saber cómo será posible lo imposible.
Los caminos de Dios no son nuestros caminos. María lo sabe. Y las palabras del
Ángel confirman su certeza:
“El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”.
Madre de Dios, del mismo
Dios. Del Altísimo. Dios la cubrirá con su sombra. Será
de Dios para siempre, totalmente. ¿Cómo se puede comprender lo que
desborda el corazón humano? María no comprende, simplemente se entrega:
“Aquí
está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”.
Ante
ese deseo de Dios María da su sí, su Fiat, su hágase. María se rompe
ante Dios. Se abre ante su mirada. Y Dios puede hacer morada en Ella. Su sombra
la cubre para la eternidad.
¿Cómo
fue capaz de decir que sí? Su mirada abrió la puerta a Dios. Su
docilidad hizo posible el mayor de los milagros. Sin comprender la lógica de Dios.
Él tiene sus caminos que no
coinciden con los míos. Su poder supera todos mis límites. Su luz penetra todas
mis oscuridades. Su amor saca la esperanza de mis entrañas.
María
pudo decir que sí al saberse amada. ¿Qué va a temer de ese Dios que la
ama con locura? Nada. No teme nada. No duda. No se esconde. Abre su alma.
María
nació sin pecado original. No tenía esa ruptura interior con la que yo cargo. Esa ruptura profunda que
me hace temer y caer ante la tentación más pequeña. María no podría pecar, ni herir, ni ofender a
Dios ni a los hombres.
Pero
sí tenía, igual que yo, la misma lucha interna por saber qué era exactamente lo
que Dios le pedía. Ella
tuvo que creer a ese ángel en medio de su vida.
Pudo decir que no, que no
era capaz. Dios contuvo su aliento esperando su respuesta. Pudo negarse a
aceptar una misión imposible. Claro que pudo. Era totalmente libre.
Pero no quiso. Creyó en el
amor de Dios y dio su sí. Con temor y temblor. Sin saber exactamente cómo iba a
ser el camino.
El ángel se fue. Y ese
sí lo repitió María Inmaculada a lo largo de toda su vida. En cada momento de dudas y
miedos.
Volvería en su corazón a ese
día sagrado en Nazaret, a esa luz. Como yo vuelvo al día en que Dios me mostró
su rostro y me hizo saber cuánto me amaba. El
amor recibido es lo que me salva y me capacita para aprender a amar. Mi vocación es el amor.
“Para
estar vivos hay que descubrir cómo amar rectamente. Mi vocación es el amor”.
Quiero pedirle hoy a María
en este Adviento que me lleve a su corazón y al de su Hijo. Me ayudan las
palabras del padre José Kentenich:
“Ábreme
ampliamente tu corazón y el corazón de tu Hijo. Sí; todos queremos estar en
esos corazones. Nuestra mutua relación ha de ser de tal naturaleza que cuando
pensemos los unos en los otros, pensemos también en Dios”.
Quiero
que mi Belén, donde descanse, sea el corazón de María. Ese corazón puro e
inmaculado. Lleno de luz, lleno de amor, donde habita el corazón de Jesús. Ambos
corazones unidos en un mismo sí.
Quiero vivir ahí anclado
para renovar mi sí cada mañana. Se lo digo a Dios. Hágase en mí. Que suceda
según tu querer. No quiero que mi pecado sea obstáculo. Ni mis miedos.
Hágase. Me dejo hacer. Como
hizo María ese día en Nazaret. Quiero
que me cubra su sombra cada día. Para vivir tranquilo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia