El
hogar, la familia… es lo más sagrado, pero ¿quién lo protege?
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El
otro día oí hablar de las tortugas marinas. Escuché que están en peligro de
extinción. Que solo logran reproducirse si vuelven al nido en el que han
nacido. Y allí, en la playa, entierran sus huevos. Es por eso por lo que hoy se
intenta cuidar sus nidos para preservar la especie.
La tortuga vuelve al nido
original. Vuelve a su casa. Recorre miles de kilómetros para regresar a su
nido. Me llama la atención. ¡Qué importante es el nido!
El hombre tiene en el mundo
mil caminos posibles. Puede tomar muchas decisiones y recorrer distancias
inmensas. Pero tiene un solo nido. Y cuando
ese nido falta, el hombre está perdido.
“El
hombre debe tener un nido. Es un animal social, un ser vinculado al nido.
¿Dónde hallará finalmente un sostén el hombre que no tiene nido?”.
Familia, aceptación, amor
Mi nido es
mi hogar primero. Mi familia. El amor de mis padres, de mis hermanos. El lugar
de la fiesta, del encuentro. Ese espacio sagrado en el que soy
familia y no estoy solo.
Dicen que las tortugas
marinas sólo se unen y acompañan en el recorrido por la arena hasta el mar.
Luego siguen solas su camino. Como en la vida.
Ese
nido permite que madure el alma. Mi familia me equilibra, me da paz, me sana. El nido es un lugar
físico, una casa, una tierra, un idioma, una comida, unas costumbres.
Por eso, cuando
no lo tengo, no poseo un centro y vivo mendigando aceptación y cariño. Me falta
la raíz.
Un lugar donde aprender
Conozco
a Dios, conozco su amor, en la primera mirada de mis padres, en sus palabras y
gestos, en su actitud ante mí. Son ellos la primera Iglesia doméstica en la que
descubro el amor de Dios. Y si no es así, luego todo es más difícil.
Allí
puedo mostrarme débil, porque me protegen. Y puedo ser yo mismo, porque
respetan mi originalidad. Allí aprendo los juegos y pierdo el tiempo con los míos.
Allí crecen mis defensas, he
nacido tan indefenso… En ese lugar seguro aprendo el sentido del
sacrificio y la renuncia. Descubro que el amor es personal y se adapta a la verdad
de cada uno.
Allí me siento niño para
expresar mis alegrías y mis pataletas. Allí
soy abrazado, besado, ensalzado, corregido, castigado. Aprendo el sentido del
esfuerzo y la necesidad de levantarme cada mañana para seguir amando.
Sin hogar no sería quien soy ahora y no podría recorrer
caminos en soledad. Sin ese hogar primero viviría sin norte. Pensando que la vida
me debe algo.
Padre, madre
En
mi padre descubro el amor fiel y callado. En mi madre el abrazo y la sonrisa
permanente. Y siento que mi vida vale incluso más que la de ellos. Así me lo
hacen sentir. Como si yo fuera a continuar sus vidas en mis propios años. Y mis
logros y caídas fueran los suyos, siendo solo míos.
En familia descubro que la
sangre une, pero sin amor es un vínculo demasiado frágil. Y entiendo que el
amor más sano es el que no retiene ni exige al otro que sea como nunca ha sido.
En mis padres encuentro el
primer reflejo de un amor eterno. Y sé que mi vida está hecha para crear
nidos. Que
nadie sufra la soledad que hoy veo en tantos.
¿Cómo
regalar un amor incondicional cuando ha faltado el nido?
Un tesoro
Hoy nadie
protege el nido. Como si el hogar seguro no fuera importante. Y es lo más
sagrado que he conocido.
Dios quiere que la familia sea la encarnación de su amor más
hondo. Y quiere que ahí aprenda a entregar la vida. Me da una experiencia
profunda de hogar para que mi ternura sea lo primero.
Me enseña a sentirme
valorado para que mi mirada valore a otros. Me da seguridad en los amores
centrales de mi vida, para que mi amor a otros sea también un seguro.
Recordar
Miro
agradecido mi nido en este Adviento. El nido que permitió que mi caparazón se
endureciera y creciera con el paso de los años. Y fuera luego capaz de navegar
grandes distancias, como esas tortugas marinas.
Recuerdo con nostalgia el
nido primero. La familia que me dio la vida y me enseñó una forma muy concreta
de mirar y amar a los hombres.
En acción de gracias pienso
que allí, como en Belén, ocurrió el milagro de amor más grande de mi vida. Allí
fui amado en mi verdad, por mis padres, por mis hermanos, por Jesús. Allí fui
aceptado en
mi debilidad conocida y perdonada.
Allí aprendí a esforzarme, a
luchar, a pedir perdón, a perdonar los errores. Allí encontré mi propio camino
por el mar y supe que Dios me quería, de una manera única y para siempre.
Mi nido salvó mi vida. Y
vuelvo a él en mi corazón cada mañana. Para
recordar el amor y todo lo amado. Y tengo paz entonces. Desde mi nido.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






