Es otro
quien te cura y además a través de las limitaciones y derrotas
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By eldar nurkovic/Shutterstock |
Estamos
en Adviento, y aunque no es lo mismo que en Cuaresma, estamos invitados a
recorrer, como el leproso del Evangelio, un camino de sanación. Caminamos en la
fe y en la esperanza de que Jesús, con su gracia y casi sin darnos cuenta, vaya
sanando y transformando nuestro corazón.
Para comenzar este camino
hay algunas cosas que necesitamos tener en cuenta.
1. Convertirnos es realmente
imposible
Sí, leíste bien, es imposible. No está ni
estará nunca dentro de nuestras posibilidades.
Convertirse significa dejar
que Otro intervenga. Definitivamente no puedo hacerlo yo solo, necesito
que Dios haga su parte, pase a mi lado en el camino y me cure.
Nuestro proceso de
conversión no es otra cosa que ir haciéndonos, poco a poco, mendigos
de su gracia.
Nuestra vida es como un hospital de campaña, conforme va pasando el médico
(Cristo) va curando a los que estamos enfermos.
2. Necesitamos cambiar nuestra mirada
Estamos
acostumbrados a vernos a nosotros mismos y a la realidad desde nuestra mirada
limitada y muy humana. Cuando miramos las cosas desde el amor y desde la
esperanza, se nos descubren realidades que no se ven tan fácilmente.
Se trata de pedirle
a María que nos ayude a ver con sus ojos, unos ojos que han madurado en la fe. Ella
después de la crucifixión y muerte de su hijo, cuando lo contempla en sus
brazos, es capaz de ver al Resucitado.
Cambiar nuestra mirada
significa aprender a ver que nuestra limitación es el lugar de la
salvación.
Sí, así es, lo inesperado surge en medio mismo de la desesperanza, y Dios puede
obrar cosas grandes en nosotros si es que dejamos que nuestra fragilidad dé
lugar a su presencia.
En la vida no es lo mismo
tener una mirada de huérfano que de hijo. Pensemos cuán diferente es para un
niño afrontar las dificultades solo, o en la compañía de su padre.
Nuestra condición es la de
ser hijos dependientes del amor del Padre. Si fuimos hechos según el modelo de
Cristo, se trata de eso, de ser ante todo hijos como Él lo fue.
Nuestra vida se hará más
libre en la medida que camine hacia esa relación filial. En nuestro día a día
nos haría mucho bien preguntarnos: ¿Hacia dónde está dirigida mi
mirada?, ¿hacia lo malo que hay en mí y en el mundo, o hacia la presencia de
Cristo en mí?
Poner la mirada en Cristo
significa vivir seducidos por su belleza, esto nos
descentra de nosotros mismos. Cuando nos dejamos deslumbrar por una
grandeza superior dejamos de pensar tanto en lo que nos pasa, en lo que nos
entristece, etc,.
Se trata de no permitir que
nuestros afanes diarios apaguen nuestra apertura a la gracia y al asombro de
las constantes luces que Dios pone en nuestra vida.
Pensemos en el amor humano: cuando un chico
se enamora de una chica vive embelesado por su belleza y se olvida un poco de
sí mismo. Así, el que ama a Cristo, vive de la contemplación de su belleza y
eso le permite descentrar su mirada de lo que no es de Él.
Para darnos cuenta de quién
es Cristo en nuestra vida nos ayuda volver constantemente a este acontecimiento:
“Yo iba
caminando por el campo de mi vida y de repente me encontré un tesoro. Vendí
todo lo que tenía y compré el campo donde estaba, porque valía más que todo lo
que ya tenía”.
Convertirse significa ser
capaz de ver la realidad en su conjunto: que aunque el campo de mi vida tenga
muchos defectos, en él está contenido un tesoro invaluable que no cambiaría por
nada. Esto es lo que vale más.
La peor tentación es salir
del momento actual, no ver el presente, encerrarnos en las culpas del pasado o en
las incertidumbres del futuro. Dios actúa en nuestra realidad, en nuestro hoy.
No hay nada más real que nuestro presente.
Debo crecer en mi fe para
darme cuenta que, aunque este se me presente como doloroso, si me aparto de él
por la desesperanza, la desconfianza o el olvido, me quedo sin recibir lo que
Dios me da.
“Al
levantarnos cada día, cualquiera que sea la situación que experimentamos,
incluso la más difícil o dolorosa en extremo, hay un bien a punto de nacer en
el límite de nuestro horizonte humano” (Luigi Giussiani).
Nuestra condición es la de
ser caminantes, quienes –sabiéndose en marcha–, no cierran los ojos a los
desiertos que transitan y saben que el desierto no tiene la última palabra.
Muchas veces caminamos como
si solo hubiera arena y censuramos el horizonte que se nos abre más allá, o nos
escandalizamos de nuestra propia debilidad o de la debilidad de las personas
que nos rodean.
Sí, es verdad, somos
pecadores y necesitamos de la ayuda constante de la gracia, pero también somos
hijos amados de
Dios. Él vive en nosotros y nuestra vida está abierta a la santidad y a la
felicidad.
Es la mirada que se remonta
y mira a Cristo, recuerda a Cristo vivo y presente cuando parece ausente, o
todos parecen olvidarlo.
Es la mirada de María, que
busca estar en sintonía con el corazón de su hijo. En los momentos difíciles, o
cuando todo va bien, aprendamos a preguntarnos: ¿qué
bien quiere sacar Dios de este acontecimiento?
Pues, detrás de todo
acontecimiento, por más doloroso que sea, está la Resurrección, el real y
verdadero acontecimiento que llena de sentido y de esperanza nuestra vida.
Para lograr esto es muy
importante aprender a vivir perdiendo y aceptar
ser derrotados por
los demás. Perder los dones para quedarnos con el donante. Perder
lo que tengo entre mis brazos para poder abrazar al Padre.
Aceptar ir a Dios con mis
manos vacías, porque lo que Él quiere son mis manos, no mis manos llenas.
Aprender a manejar mis sentimientos y estados de ánimo para descubrir en ellos
a Dios.
Los cristianos creemos que cuando
viene un fracaso a nuestra vida, es porque Dios quiere triunfar. Cuando viene
una oscuridad, es porque Él quiere ser La luz.
“Ningún
luchador es tan divino como aquel que puede aprestarse a vencer mediante la
derrota. En el momento en que recibe la herida mortal, su adversario cae
definitivamente herido a tierra. Pues él ataca al amor y resulta afectado por
el amor”
(Hans Urs von Balthasar).
Lo propio de nuestra vida
humana es ser salvados. Nadie puede impedir que la primavera brote y que la
tempestad se calme. Preguntarme siempre: ¿Cuáles
son mis derrotas? Porque éstas son el germen para que la vida nueva germine.
Más
abajo de mi caída están las manos de Jesús. Él se ha puesto tan abajo para que no
haya caídas tan hondas que Él no pueda rescatar. Él se ha puesto antes del
infierno.
Nuestra vida consiste en
crecer a la medida de lo que esperamos, a la medida de nuestra esperanza.
Luisa
Restrepo
Fuente:
Aleteia