Dios era todopoderoso, el niño todo desvalido, había cubierto
de hierba los campos, pero estaba desnudo
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fot. Kamil Szumotalski |
Hoy quisiera escribir
sobre Belén y tomar unas palabras de Martín Descalzo como introducción:
“Es
difícil, casi imposible, escribir sobre Belén. Porque ante esta historia de un
Dios que se hace niño en un portal los incrédulos dicen que es una bella
fábula; y los creyentes lo viven como si lo fuera. Frente a este comienzo de la
gran locura unos se defienden con su incredulidad, otros con toneladas de
azúcar. Porque de eso se trata: de defenderse. Por un lado, sucede que —como señaló Van
der Meersch— «todas las cosas de Dios son vertiginosas». Por otro,
ocurre que el hombre no es capaz de soportar mucha realidad. Y, ante las cosas
grandes, se defiende: negándolas o empequeñeciéndolas. Dios es como el sol: agradable
mientras estamos lo suficientemente lejos de él para aprovechar su calorcillo y
huir su quemadura. Pero ¿quién soportaría la proximidad del sol? ¿Quién podría
resistir a este Dios que «sale de sus casillas» y se mete en la vida de los
hombres?”.
Casi nunca nos ponemos a
pensar en lo que sucedió después de que se fueron los pastores y los ángeles
aquella noche de Navidad. Todo volvió a la normalidad.
Jesús, el Hijo de Dios,
volvió a ser un niño casi desnudo como cualquier otro niño que nace pobre. La
incertidumbre y la fe se apretujaban en el corazón de José y de María casi como dos
remolinos con la misma fuerza.
Debieron haber pasado varias noches en vela
tratando de dormir al niño, cubriéndolo del frío, alimentándolo y pensando qué
harían después con aquella criatura; dónde vivirían, qué pasaría cuando todo el
mundo se enterase que era el hijo de Dios, cómo sería su vida sabiendo que estaba
con ellos el Altísimo en persona y que ellos eran una adolescente y un sencillo
carpintero de un pueblo perdido de Palestina.
María y José solo podían
adorar porque no entendían nada.
“¿Aquel
bebé era el enviado para salvar el mundo? Dios era todopoderoso, el niño todo
desvalido. El Hijo esperado era
la Palabra; aquel bebé no sabía hablar. El Mesías sería “el camino”, pero éste
no sabía andar. Sería la verdad omnisciente, mas esta criatura no sabía ni
siquiera encontrar el seno de su madre para mamar. Iba a ser la vida; aunque se
moriría si ella no lo alimentase. Era el creador del sol, pero tiritaba de frío
y precisaba del aliento de un buey y una mula. Había cubierto de hierba los
campos, pero estaba desnudo” (Martín Descalzo).
No
entendían. Y,
¿cómo podían entenderlo? lo miraban y veían a un bebé lleno de fragilidad. Sus
cabezas se llenaban de preguntas: si Dios quería venir al mundo, ¿por qué venir
por la puerta trasera de la pobreza? Si venía a salvar a todos, ¿por qué nacía
en esta terrible soledad?
Y sobre todo María se
preguntaba, ¿por qué Dios la había elegido a ella, la más débil, la menos
importante de las mujeres del país?
“No
entendía nada, pero creía, sí. ¿Cómo iba a saber ella más que Dios? ¿Quién era
ella para juzgar sus misteriosos caminos? Además, el niño estaba allí, como un
torrente de alegría, infinitamente más verdadero que cualquier otra respuesta”. (Martín Descalzo).
Y si el misterio de la
Navidad está tan lleno de una humanidad llena de ternura, ¿por qué nos da miedo
vivirlo tal cual se nos muestra?
Porque vivir
una Navidad frivolizada basada en los buenos deseos nos evita el riesgo de
creer que ese bebé sea Dios y que al
hacerse hombre nos pone la varilla alta de lo que significa para nosotros serlo.
Por eso la Navidad despierta
en nosotros una gran alegría, pero también una profunda nostalgia. Porque su
belleza está alimentada por los límites de la desproporción entre nuestra vida
y la de ese pequeño niño.
Porque ese bebé nos recuerda
que en la fragilidad puede brillar una luz que
dura eternamente,
y porque nos recuerda que, ese tiernísimo niño se ha abajado por cada
uno de nosotros y ha mostrado un gesto tan grande que nos hace temblar: lo ha
hecho para que nosotros seamos felices.
Luisa
Restrepo
Fuente:
Aleteia