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asequibles pero buenísimas respuestas para cuando nos sentimos indignos de ser
amados por Dios por no poder devolverle ese amor
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| © Antonio Guillem |
Frente
al Infinito, uno se siente muy pequeño y, ante este Amor puro y total, uno se
siente indigno. Pero la indignidad cristiana está impregnada de humildad y de
confianza. Es pacífica y alegre.
No tenemos nada que
demostrar, nada que merecer: ¡Dios nos ama, punto! Esto es lo que sentimos cada vez que la gracia
de Dios nos toca.
Pero en la experiencia de
conversión, o en aquellas etapas en las que sentimos que algo está sucediendo
dentro de nosotros, el primer sentimiento es una especie de estupor.
Como Isabel dando la
bienvenida a María durante la visita: “Pero ¿cómo es posible que la madre de mi
Señor venga a visitarme?” (Lc 1, 43).
La liturgia también nos lo
da en el corazón cada vez que vamos a la comunión: “No soy
digno de que entres en mi casa…”
Pero también puede haber una
trampa del diablo: cuanto más tratamos de ser dignos, menos llegamos allí y más
parece que Dios se aleja. ¿Qué hacer? ¿Dejarnos hacer?
3 asequibles y buenas
respuestas a Dios
Es el Espíritu Santo quien
nos hace hijos en la maternidad de María. En los inicios de nuestro humilde
amor, el Padre reconoce la voz del Amado, en quien ha puesto toda su bondad. Él
valora nuestras respuestas sin pretensiones. Nuestra primera respuesta, demasiado
olvidada, es pensar en decir “gracias”. A la gracia, debemos responder con acción
de gracias.
La segunda es simplemente ofrecer
lo que podamos. Nuestra
buena voluntad, nuestra fidelidad en las pequeñas cosas, mil oportunidades para
amar un poco.
La tercera, preciosa a los
ojos del Señor, es la ofrenda de lo que nos hace sufrir, comenzando con este
doloroso deseo de dar mayor testimonio a Aquel que nos ama y que es tan poco
amado.
Por el
padre Alain Bandelier
Fuente:
Aleteia






