La clave para sanar siempre el alma de los que te encuentras
por el camino
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Daniel Rocal-(CC BY-NC-ND 2.0) |
No
sé bien cómo hacer para facilitar la vida a los demás. A veces necesito
quedarme quieto, simplemente no hacer nada y callarme. O alejarme en silencio.
Otras veces tengo que hablar, decir lo que conviene, exhortar, animar, dar un
abrazo. En ocasiones mi sonrisa y mi risa ayudan. En otras son mis lágrimas
llenas de emoción las que sanan y acompañan.
No he nacido con un manual
de instrucciones bajo el brazo. Y por eso me cuesta más manejar los tiempos y
las maneras. Reconocer mis emociones y las de los otros
con tacto y delicadeza.
Los vínculos no entienden de
razones. Las relaciones no crecen con teorías.
Tal vez no conozco todos los
libros que existen. Ni me he leído todos los caminos que hay que recorrer. No
me lo sé todo, lo reconozco. Me confundo una y otra vez. Cometo errores de
bulto, hiero y hago daño.
Donde
debería haber permanecido en silencio, hablo sin parar. Donde debería haber
sonreído, permanezco muy serio. No lo entiendo.
Creo
hacerlo bien y estoy sembrando distancias, construyendo muros, dividiendo lo
que parecía tan firme en su unidad. ¡Qué intrincada es el alma humana! ¡Cuántos
matices tiene que no controlo!
Abrazo y es excesivo. Saludo
distante y debería ser más cercano. Digo unas palabras de cariño y me quedo
corto. Callo por no saber qué decir y no estoy haciendo lo que corresponde,
porque no acojo con la mirada, con mis gestos.
¿Cómo
hacía Jesús para sanar siempre el alma de los que se encontraban con Él por el
camino? Incluso
en su vida entre los hombres muchos se alejaron, no comprendieron su amor, no
lo acogieron.
Yo no tengo la palabra
adecuada. No sé consolar con gestos sabios. No se me ocurren los consejos
perfectos en momentos delicados.
No entiendo lo que siente
aquel que se me confía. No soy capaz de descifrar ni sus silencios ni sus
palabras. Todo me resulta extraño.
Aconseja
san Pablo:
“Poneos
de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y
sentir”.
Parece
tan sencillo ponerse de acuerdo con los demás… Pienso que son los demás los que
deberían estar de acuerdo conmigo, con mis intuiciones, con mis puntos de vista
tan válidos.
No entiendo su ceguera
cuando esto no ocurre. ¿Es que no lo ven? Me indigno. Deberían verlo todos
igual que yo. Todo sería más fácil. Critico fácilmente su torpeza.
Y no
entiendo que pueda haber otras maneras de pensar, otras formas de hacer las cosas. Parece
todo tan sencillo como yo lo hago, como yo lo veo. Pero no lo es.
Es
un milagro no vivir dividido. Me parece una utopía tener un mismo pensar y un
mismo sentir. Me resulta un sueño. “Yo soy de
Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo. ¿Está dividido
Cristo?”.
Cristo es uno. Quiere que
seamos uno en Cristo. Una unidad que nadie pueda romper. Ni el tiempo, ni las
derrotas, ni los enfrentamientos, ni las luchas. Una unidad sagrada que ha
sembrado Jesús en mi alma.
¿Estoy
capacitado para unir? No lo sé. Me siento tan débil… Me cuesta tanto unir lo
que es diferente… Unir al que no piensa como yo. Unir al que es de otro lugar,
de otra tierra, de otro bando. Unir al que tiene otro acento, otras vivencias y
expectativas sobre la vida. Unir
es un arte sagrado. Un don de Dios en mí.
Lo más
fácil es dividir. Hablar
mal de otros. Exigir que piensen como yo. Alejarlos cuando disienten. El
pensamiento único da tranquilidad. Convivir con posturas enfrentadas inquieta
el alma.
La
unidad en el corazón de Jesús es un milagro que le pido a Dios cada día. Dice
el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris
Laetitia:
“El
verbo unirse en el original hebreo indica una estrecha sintonía, una adhesión
física e interior, hasta el punto de que se utiliza para describir la unión con
Dios:
–
Mi alma está unida a ti”.
Esa unión es la que yo
deseo. Estar unido a las personas, a Dios, de una
manera que no se pueda romper. El amor es el fuego que hace posible la unión.
Y amar
supone aceptar, comprender, renunciar a lo mío por amor a lo del otro. Dejar de lado el amor
propio y aceptar la verdad que se me ofrece. No querer imponer mi manera de ver
la vida. Buscar la felicidad de aquel al que amo, no la mía.
Una
unidad sin amor es frágil, poco fiable. El amor teje lazos irrompibles de corazón a
corazón. Una cadena que nada puede romper.
La unión con Dios me da
fuerza para ser instrumento de unidad. Pero es frágil esa unión que percibo en
mi interior. Decía el Cura de Ars:
“La
oración es el acto más noble, más sublime y sólido. Eleva al hombre a la altura
de Dios. La oración no es otra cosa que la unión con
Dios.
Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie
puede separar. Es una felicidad que supera nuestra comprensión”.
Dos
trozos de cera fundidos en uno solo. Debo
estar unido y en armonía para ser instrumento de unidad.
Cuando
estoy dividido por dentro, cuando mi orgullo me lleva a la lucha y al
enfrentamiento, es difícil que una a los demás. Vivo en tensión. Busco ser el centro.
Quiero que los demás me admiren.
No admiro al otro porque lo
veo como mi enemigo, como aquel con quien compito. No me alegro con sus éxitos,
no disfruto de los halagos que recibe.
Esa lucha interior me lleva
a vivir en guerra, rompiendo vínculos. Me duele ver la división que existe en
mi propio corazón. Sé que si permanezco
unido a Jesús en lo más íntimo podré vencer distancias infinitas.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia