Los cincuenta son a veces temidos, pero pueden ser una
oportunidad para vivir “la segunda conversión”, que lleva al perfeccionamiento
de la oración y de la contemplación
![]() |
© Potstock |
No
hay criterios claros para marcar la entrada en este tiempo de transición.
Ocurre lenta o repentinamente, entre los 35 y 50 años, a veces a los 55 años
para los hombres.
La crisis comienza a menudo
con una sensación de insatisfacción. Habíamos pasado tanto
tiempo en tantos proyectos y ahora, de repente, experimentamos una especie de vacío
interior.
Luego medimos la brecha
entre nuestros deseos juveniles y los logros reales de nuestra vida
adulta. A veces nos damos cuenta de que hemos perseguido un sueño que no era del todo
nuestro y que hemos reprimido toda una parte de nuestra
personalidad al mismo tiempo.
Esta crisis es un momento de cuestionamiento. Después de años de
actividad febril, comenzamos a explorar nuestro mundo interior:
“¿Qué
he hecho con mi vida? ¿He tomado las decisiones equivocadas? ¿Quién soy yo
realmente fuera de mi función, mi profesión, mi estatus social? ¿En qué
dirección debo dirigir ahora el resto de mi vida?”.
Todo lo que ha sido
reprimido durante años ahora sale al exterior. También en el ámbito de la fe,
cada persona se descubre a sí misma como es: frágil,
vulnerable y pecadora.
Sin
embargo, esta crisis de vida, que a veces es como una prueba, puede ser una
verdadera oportunidad en el camino de la santidad, según el
padre André Daigneault de Quebec.
La
crisis de la mediana edad, ¿no es simplemente una depresión?
No se trata de una depresión
ordinaria o de lo que se llama un burn out. Por supuesto, la crisis puede llevar a
ciertos estados depresivos, pero es a otro nivel.
Precisamente en medio de una
existencia que la persona piensa que está bien ordenada es cuando, sin
una causa aparentemente discernible, se produce esta sensación de vacío, esta
ansiedad difusa y este estado de tensión interior, lo que conduce a este
cuestionamiento.
La crisis de la mediana
edad, cada vez que se produce, aparece como una
invitación a una redefinición del yo que constituye la tarea esencial de
la existencia adulta hacia la madurez humana y espiritual.
Para
evitar ser heridos, ¿no podemos escapar de ella?
Todo ser humano
-casado o soltero, sacerdote, religioso secular o regular- pasa por esta
travesía más o menos tormentosa.
También se
puede relacionar con la adolescencia, porque todo lo que no se ha
tratado durante este período sale a la superficie. Y ahora ya no
podemos evitar responder. Por eso algunos autores llaman a esta crisis la
“segunda adolescencia”.
Como en esa
edad, se toma conciencia de que ya no se puede tolerar la imagen
idealizada en el seno de la familia: por primera vez en la vida, uno se atreve
a ser uno mismo, aunque esto signifique perder una cierta estima de las
personas cercanas, que generalmente no comprenden este cambio de actitud.
¿Es esto una
crisis de fe?
Para los cristianos,
esta crisis puede ser una oportunidad para experimentar lo que muchos autores
también llaman “la segunda conversión”.
De hecho,
podría ser el momento de pasar una “noche espiritual” que llevara al
desarrollo de la oración y de la oración contemplativa.
Algunos dicen
que en este momento de la vida necesitamos redescubrir nuestras raíces
espirituales, para reconciliarnos con la fe de nuestra niñez, a veces
rechazada por una visión equivocada del rostro de Dios y de la fe adulta.
“De todos mis
pacientes más allá de la mitad de la vida, es decir, más allá de los 35 años,
no hay ninguno cuyo problema fundamental no sea el de la actitud religiosa
-confirmó Carl Jung-. Sí, todos sufren finalmente por haber perdido lo que
las religiones vivas siempre han dado a sus seguidores, y nadie está
verdaderamente curado hasta que no recupera una actitud religiosa”.
¿Cómo puede ser
esta crisis una oportunidad a nivel humano?
La personalidad
sólo alcanza su plenitud después de los 40 años. De hecho, muy a menudo la
crisis de la mediana edad es una oportunidad para reconciliarse con uno
mismo. Es el momento de pasar del “hacer” al “ser”.
Es un momento
en el que el adulto debe reexaminar su vida y dejar que surjan sus
aspiraciones más profundas. En general, después de esta prueba, nos
volvemos más misericordiosos con los demás y con nosotros mismos.
Es como un
nuevo comienzo, un renacimiento. Es entonces cuando recuperamos nuestro corazón
de niño mientras nos convertimos en hombres y mujeres maduros.
Si no hemos
huido y si hemos aceptado entrar en nuestras heridas, entonces,
después de esta crisis, se cae la máscara y nos convertimos
verdaderamente en nosotros mismos. Se produce un cambio. Se podría decir que
cada persona se descubre a sí misma no como soñó, sino como es.
Por lo tanto,
esta crisis sigue siendo un camino necesario y prometedor, pero también es muy
dolorosa para quienes la están experimentando. ¿Qué pueden hacer aquellos del
entorno?
Simplemente
ser una presencia tranquilizadora, fuerte y comprensiva. Hay que tener
cuidado de no dar consejos o soluciones demasiado rápido para salir de
esta prueba, sino que hay que tratar de llevar a la persona a este terrible
lugar de la herida del alma y del corazón.
De hecho, en
este momento de la vida, la persona necesita sentirse aceptada en lo
más íntimo de su ser, tener la seguridad de que lo que está a punto de
liberar -y que a veces le parece tan espantoso- no provoca una condena en la
persona a la que va a entregarse.
En
general, la tentación es refugiarse detrás de una máscara y endurecerse
aún más, para no entrar en esta inquietante fase de la mediana edad.
Otros se
lanzan, febrilmente, en todo tipo de actividades, sin darse cuenta
de que están tratando de huir y escapar.
Karl Stern, un
psicoanalista judío convertido al catolicismo, había observado que el hombre
que corre con energía inquieta, el hombre dinámico y apresurado que no se
detiene, está a menudo habitado por una ansiedad engendrada
por una agitación interior que surge precisamente de su rechazo a
enfrentar su fragilidad interior.
Esta crisis de
la mediana edad puede permitirle dejar su imagen idealizada y su personaje para
encontrarse plenamente en su debilidad humana.
¿Debemos luchar
solos o ser ayudados por un sacerdote o un psicólogo?
Todo depende de
la profundidad de la crisis y de sus repercusiones en nuestra vida cotidiana.
Algunos de
nosotros pasamos este tiempo con bastante calma, mientras que otros están
agitados y lo experimentan como si se colapsara de repente un pantano
construido sobre el miedo a decepcionar a los demás y a sí mismo.
Para estas
personas puede reinar el pánico, alimentado por viejos traumas que
han salido a la superficie.
Al mismo
tiempo, como decía, este período puede ser la ocasión de una “noche espiritual”
que nos lleve a superar un cierto límite y haga nuestra vida interior más
profunda y verdadera.
Por eso podemos
recurrir a un sacerdote maduro, un hombre de fe que tiene experiencia de la
vida espiritual y sus crisis.
Pero si la
perturbación es excesivamente fuerte y la persona incluso se debate para
cumplir con su deber de estado diario, entonces no se debe dudar en acudir a un
buen psiquiatra del comportamiento.