Las raíces no mueren nunca, los espacios de calma y luz donde
amaste al cercano y tocaste a Dios permanecen toda la vida en el corazón
![]() |
Kamil Szumotalski/ALETEIA |
Una casa tiene raíces profundas. Son los
cimientos sobre los que se sostiene. Una casa se adentra en lo hondo de la
tierra para mantenerse firme. Crece hacia dentro, lentamente, aunque parezca
quieta.
Una casa es el hogar en el que he vivido,
crecido y amado. Mi historia está hecha de recuerdos familiares, de palabras
que han quedado suspendidas en el aire.
Un hogar es una casa con
paredes y ventanas, mesas y sillas, y un jardín, y un pozo, y el calor
familiar que
todo lo sostiene.
Es
el hogar en el que el alma ha ido tejiendo la propia historia a golpe de días,
de entrega.
El hogar es esa casa de mi
infancia, llena de voces y silencios, de movimientos que ya no percibo, es como
el alma desparramada en el tiempo, enterrada, hecha tronco, roca, fuente, río.
Como estas
casas que vieron crecer a los santos:
Y al
volver a tocar sus paredes algo nuevo se despierta muy dentro de mí.
Como un eco profundo que despierta sueños dormidos.
Es tan importante saber que las
raíces no mueren nunca… Simplemente se extienden silenciosas sembrando vida. Desde
la tierra honda hasta el mar profundo. Desde la calma de la roca a la viveza
del agua que corre y canta. Desde lo desconocido a lo que más amo y conozco.
He querido saciar esa sed
de eternidad que
tiene mi corazón pequeño y pobre. Tengo una sed de infinito que no sé saciar de
ninguna manera.
Creo que el
que lleva su hogar en el alma es capaz de crear nuevos hogares y calmar la sed y el hambre. Y el
que no lo lleva, el que no tiene raíces, porque las ha perdido, u olvidado, lo
tiene más difícil. No
es tan sencillo vivir sin un hogar en el alma.
Llevo
el hogar grabado en lo más hondo, tatuado a fuego. Guardo todas sus paredes y
recuerdos. Las pisadas no olvidadas.
Y las canciones que se
cuelan por las rendijas de las ventanas. Y el sol del jardín. Y los pinos y los
rosales. Y ese chaparro amado.
Me llevo la
historia de mi vida que es siempre pasado y presente al mismo tiempo. Y me da alegría llevar
mis hogares a otros hogares.
Y amar en lo concreto, en
el hogar nuevo, en el antiguo. En la tierra que ahora piso, en la tierra ya
hollada. No quiero que me pase lo que leía el otro día:
“Como
la famosa señora Jellyby, de la que Dickens dice en su casa desolada que tenía
una filantropía telescópica, ya que no
podría ver y a amar nada más que a personas lejanas, mientras no le daban
ninguna pena ni cuidaba de sus propios hijos”.
Quiero
amar al cercano,
como hizo Jesús al pasar por la vida del hombre. Llevaba su hogar en el alma. Y
supo sembrar hogares. Espacios de calma y luz donde tocar a
Dios. Jardines
por donde se pasea mi cuerpo y mi corazón enamorado de la vida.
No tengo miedo a las
distancias recorridas. Son tan cortas en el corazón que vive y sueña lo
imposible… No amo sólo en la distancia, amo
en la cercanía de
corazones concretos que Dios pone a mi paso.
Me gusta pensar que estoy
llamado a crear hogares allí donde me encuentre. A sembrar esperanzas y
alegrías. Así es la Iglesia con la que sueña el papa Francisco:
“La
Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con
su vida a cuestas”.
Así quiere ser mi alma, mi
vida, mi casa, mi hogar. Una vivienda abierta, de paredes blancas. Sin
muchas alarmas, síntoma de miedo.
Con mucha luz que entre
por espacios llenos de vida. Y plantas, y árboles. Que me recuerden que todo
crece, cambia, profundiza, se eleva.
Soy tan pequeño que siento
imposible llegar a tocar todas las estrellas. Es esquivo el mar cuando se aleja
de la playa. Y los sueños los pierdo cuando me da miedo vivir plenamente el
presente.
Acaricio
los caminos de mi tierra. Abrazo los nuevos caminos que recorro. Sonrío al
pensar que la vida son dos días y el tiempo pasa. Y que no hace nada de tiempo
había cosas que eran diferentes. No importa. La vida continúa.
El presente de ahora será
el ayer de un día lejano en el futuro. El ayer que acaricio fue el presente de
mi vida joven, infantil, lejana.
El dolor de ahora forma
parte de la alegría de entonces. La alegría de ahora forma parte del dolor de
entonces. Todo va tan unido… Pasado, presente
y futuro.
Y las
raíces siguen buscando el agua en lo hondo de la tierra. Y las ramas de los
árboles son alas tendidas al viento buscando el sol de la mañana.
Me alegra tanto tocar la
vida que llevo dentro, y entregarla. Y dejar que mis dedos se deslicen
melancólicos sujetando las letras de viejas y nuevas canciones.
Y sé que sueño con un
futuro nuevo lleno de esperanza anclado a mi pasado, a mi hogar, a mis raíces.
Y sonrío al abismarme en un nuevo océano sin miedo a lo que no conozco.
He escrito la vida que
deseo. La que he soñado. La que voy a vivir. Pierdo el miedo a todo lo que
tengo ante mis ojos. Quiero sembrar hogares con mi propia vida,
luz y sonrisas.
Y permitir que todos
encuentren su hogar en lo profundo del corazón de Dios y de María. Comenta el
padre José Kentenich hablando del Santuario:
“Encontraron
allí un hogar natural y sobrenatural y dieron el siguiente testimonio: – Este
lugar ha pasado a ser para mí una fuente de vida nueva”.
Quiero que el corazón de
Dios sea fuente de vida en mi alma. Quiero tener un hogar espiritual en Dios y
un hogar natural hecho de firmes raíces entre los hombres. Quiero conducir a muchos a ese hogar seguro en
el que Dios me espera.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente: Aleteia