Las heridas que están en el origen de la falta de autoestima
permanecen ocultas demasiado a menudo, pero hay algo -alguien- que puede
curarlas
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Dima Aslanian | Shutterstock |
No me
siento elegido tan a menudo. Son otros los que valen, los que
tienen méritos. Otros a los que merece la pena salvar y enaltecer. Otros, no yo.
Puede que de ahí vienen mis complejos
de inferioridad.
He mirado a otros y los he visto más capaces. Y a mí me he visto pequeño,
insignificante, pobre y sin valor. Me he sentido demasiado miserable.
Sé que muchos
de mis miedos e inseguridades se esconden en lo hondo de mi memoria. En lo profundo de mi
alma. En las heridas pasadas que no recuerdo.
Y en
esas heridas, en esa ruptura de mi alma, siento que no soy digno. Un sentimiento que no
me lo quitan los aplausos ni los reconocimientos que intentan calmar mi sed de
amor.
He
tocado tantas veces esta misma herida… En mí, en muchos que llegan buscando
misericordia. He visto heridas profundas y superficiales. Llenas de pus,
cubiertas por costras sin haber llegado a sanar desde la raíz.
Y en
cada grito violento, en cada queja amarga, he visto el hedor de una herida
oculta. Ignorada incluso. Desconocida por la poca capacidad de introspección
que el hombre tiene.
Esa
herida viene de haberse sentido no amado en un grito de bebé al nacer al
mundo. De forma incomprensible llevamos un lastre difícil de salvar. Un peso
con el que cargamos renegando de un mundo que no nos reconoce, no nos ama.
¿Con cuántos likes y gritos
de apoyo se satisface mi alma herida? Una cadena interminable de búsquedas
enfermizas y desesperadas queriendo oír un grito a través de las nubes, el
mismo grito:
“Este
es mi Hijo amado, en quien me complazco”
Son palabras que la Biblia
pone en boca del mismo Dios que se manifestó en el Jordán cuando Jesús fue
bautizado. Entonces se reveló el misterio que esconde la carne mortal. Se
hicieron vida las palabras de Isaías:
“Mirad
a mi siervo, a quien sostengo;
mi
elegido, en quien me complazco.
He
puesto mi espíritu sobre Él.
No
gritará, no clamará, no voceará por las calles.
La
caña cascada no la quebrará,
la
mecha vacilante no la apagará.
Manifestará
la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará.
Te
formé e hice de ti alianza de un pueblo
y
luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos,
saques
a los cautivos de la cárcel,
de
la prisión a los que habitan en tinieblas”.
El Mesías, el salvador, el
que ha de cambiar el mundo. El poder oculto en las tinieblas. Es el elegido,
aquel al que Dios sostiene. En el Jordán se manifiesta el amor de Dios. Jesús
es el elegido, el amado:
“Este
es mi Hijo amado, en quien me complazco”.
Dios
se complace en Él. Un
hombre entre los hombres. Elegido, aquel al que Dios sostiene. Un hombre que no
gritará ni voceará. No apagará al vacilante. No herirá al débil. Salvará a los
justos. Rescatará a los que se mueren.
Me impresionan estas
palabras. Una elección. El amor que elige.
¿Qué sentiría Jesús en su
corazón antes de llegar al Jordán? No puedo ponerme en su piel. Era hombre, era
Dios. Y María lo amaría con toda su alma, y José. No tenía la herida del pecado
en su piel. Jesús habría
saboreado el amor en el hogar de una familia. Una elección.
Creer en el amor
Y aun así corro
el riesgo de no creer en las palabras. Se las lleva el viento. Muy
amado pero olvidado. Mucha complacencia y desprecio. No me
creo la bondad del amor incondicional que nunca desaparece de mi vida.
¿Cómo se puede calmar la sed
que supura en mi carne herida? El grito de mi corazón que busca a Dios. A
un Dios que me ame como soy, no como debería ser.
Un Dios que no espere mi
comportamiento perfecto. Y simplemente me cubra con su manto de ternura y
susurre a mi oído esas palabras de esperanza.
Si soy
amado de verdad por alguien, ¿qué puedo temer? Nada es tan fuerte como el amor. Nada
tan sanador como un abrazo. Nada tan insondable como un te quiero dicho con
palabras, gestos y hechos.
Su
amor no es quebradizo y es capaz de suturar y curar las heridas más feas. Las
provocadas por desprecios y odios. Ese amor me hace por un momento
sentirme digno.
No olvidar el amor
Esas palabras que escucha
Jesús me conmueven. Es el amado, el predilecto. ¿Cómo
no empezar a correr la carrera definitiva después de esa certeza?
Los grandes santos iniciaron
su camino de santidad en el momento en el que se sintieron amados. Esas
palabras del Padre Kentenich vuelven hoy a mi corazón.
He
pretendido recorrer la carrera de la santidad siendo justo, ecuánime,
verdadero, fiel. Apretando los dientes. Olvidando el amor. Sin el amor primero.
¿Cómo voy a recorrer caminos imposibles?
Me gusta pensar en ese amor
incondicional que Dios me tiene. Santa Teresita se sentía muy pequeña y
necesitada del amor de Dios:
“El
pajarito se vuelve hacia su amado Sol, expone a sus rayos bienhechores sus
alitas mojadas, gime como la golondrina y en ese suave canto le
confía sus infidelidades contándolas en detalle, pues en su temerario abandono,
piensa que atraerá más plenamente el amor de Aquel que no ha venido a llamar a
los justos sino a los pecadores”.
Yo
me siento pequeño como esta santa. Pequeño e infiel, pecador. Y en mi
impotencia estoy convencido de la mirada bondadosa de Dios sobre mí. No la
olvido.
Sé que
su misericordia es infinita. Y conoce la torpeza de mi alma, mi poca hondura, mis
inconsistencias, mis banalidades. Ha tocado mi traición. Ha acariciado mis
caídas. Y sabe que lo único que puede levantarme de nuevo es su voz que estalla
sobre mi barro.
Soy
su hijo amado, su predilecto. Y yo me lo creo y confío.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia