Ciclo
sobre las bienaventuranzas
Audiencia General En El Aula Pablo VI, 12 Febrero 2020 © Vatican Media |
El
Papa Francisco ha pedido que el Señor nos conceda “amar en abundancia, amar con
la sonrisa, con la cercanía, con el servicio y también con el llanto”.
Hoy,
12 de febrero de 2020, en el Aula Pablo VI, el Santo Padre ha continuado con el
ciclo de catequesis sobre la segunda de las ocho bienaventuranzas:
“Bienaventurados los que lloran porque serán consolados” (Mt. 5,4), pasaje
bíblico del Libro del profeta Zacarías 12, 10.
“El don de las lágrimas”
En
la Escritura, describió el Papa, el llanto puede producirse en dos sentidos:
por la muerte o sufrimiento de alguien o por el pecado, “cuando el corazón
sangra por el dolor de haber ofendido a Dios y al prójimo”. Por tanto, “se
trata de amar al otro de tal manera que podamos unirnos a él o ella hasta
compartir su dolor”.
Después,
el Pontífice se refirió al “don de las lágrimas”, “lo precioso que es”,
recordando que hay afligidos a los que consolar, consolados a los que afligir
porque tienen un “corazón de piedra” y gente que tiene que “despertar” porque
no sabe “conmoverse frente al dolor de los demás”.
El don de entender el
pecado
Para
el Obispo de Roma el luto es un “camino amargo”, pero que puede ayudarnos a
“abrir los ojos a la vida y al valor sagrado e insustituible de cada persona”.
Con respecto a “llorar por el pecado”, puntualizó que “este es el llanto por no
haber amado, que brota porque la vida de los demás importa”.
“Entender
el pecado es un regalo de Dios, es una obra del Espíritu Santo”, explicó el
Papa. Y continuó “nosotros, solos, no podemos entender el pecado. Es una gracia
que tenemos que pedir. Señor, hazme entender que mal que he hecho o que puedo
hacer. Es un don muy grande y después de haberlo entendido, viene el llanto del
arrepentimiento”.
Dios no se cansa de
perdonar
Así,
Francisco se refirió a “¡la belleza del arrepentimiento, la belleza del llanto,
la belleza de la contrición!”, recordando que la vida cristiana “tiene su mejor
expresión en la misericordia”, pues “Dios perdona siempre”. El problema “está
en nosotros, que nos cansamos de pedir perdón, nos encerramos en nosotros
mismos y no pedimos perdón”, aclaró.
En
este sentido, el Santo Padre remarcó que “si tenemos siempre presente que Dios
‘no nos trata según nuestros pecados ni nos paga según nuestras faltas’
(Sal 103, 10), vivimos en la misericordia y la compasión, y el amor
aparece en nosotros”.
A
continuación, sigue la catequesis completa del Santo Padre.
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos
emprendido el viaje en las Bienaventuranzas y hoy nos detendremos en la
segunda: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
En
la lengua griega en la que está escrito el Evangelio, esta bienaventuranza se expresa
con un verbo que no está en pasivo – de hecho los bienaventurados no sufren
este llanto – sino en el activo: «se afligen»; lloran, pero por dentro. Es
una actitud que se ha convertido en central en la espiritualidad cristiana y
que los padres del desierto, los primeros monjes de la historia, llamaron «penthos»,
es decir, un dolor interior que abre una relación con el Señor y con el
prójimo, a una relación renovada con el Señor y con el prójimo.
Este
llanto, en la Escritura, puede tener dos aspectos: el primero es por la muerte
o el sufrimiento de alguien. El otro aspecto son las lágrimas por el pecado,
-por nuestro pecado- cuando el corazón sangra por el dolor de haber ofendido a
Dios y al prójimo.
Por
lo tanto, se trata de amar al otro de tal manera que podamos unirnos a él o
ella hasta compartir su dolor. Hay personas que permanecen distantes, un paso
atrás; en cambio, es importante que los otros se abran brecha en nuestros
corazones.
He
hablado a menudo del don de las lágrimas, y de lo precioso que es. [1] ¿Se puede amar de forma fría? ¿Se puede amar por
función, por deber? No, ciertamente. Hay algunos afligidos a los que consolar,
pero a veces también hay consolados a los que afligir, a los que despertar, que
tienen un corazón de piedra y han desaprendido a llorar. También hay que
despertar a la gente que no sabe conmoverse frente al dolor de los demás.
El
luto, por ejemplo, es un camino amargo, pero puede ser útil para abrir los ojos
a la vida y al valor sagrado e insustituible de cada persona, y en ese momento
nos damos cuenta de lo corto que es el tiempo.
Hay
un segundo significado de esta paradójica felicidad: llorar por el pecado.
Aquí
hay que distinguir: hay quien están airado por haberse equivocado. Pero esto es
orgullo. En cambio hay quien llora por el mal hecho, por el bien omitido y por
la traición a la relación con Dios. Este es el llanto por no haber amado, que
brota porque la vida de los demás importa. Aquí se llora porque no se
corresponde al Señor que nos ama tanto, y nos entristece el pensamiento del
bien no hecho; éste es el significado del pecado. Estos dicen: «He herido a la
persona que amo», y les duele hasta las lágrimas. ¡Bendito sea Dios si estas
lágrimas vienen!
Este
es el tema de los propios errores que hay que afrontar, difícil pero vital.
Pensemos en el llanto de San Pedro, que le llevará a un amor nuevo y mucho más
verdadero: es un llanto que purifica, que renueva. Pedro miró a Jesús y lloró:
su corazón se renovó. A diferencia de Judas, que no aceptó que se había
equivocado y, pobrecillo, se suicidó. Entender el pecado es un regalo de Dios,
es una obra del Espíritu Santo. Nosotros, solos, no podemos entender el pecado.
Es una gracia que tenemos que pedir. Señor, hazme entender que mal que he hecho
o que puedo hacer. Es un don muy grande y después de haberlo entendido, viene
el llanto del arrepentimiento.
Uno
de los primeros monjes, Efrén el Sirio dice que un rostro lavado con lágrimas
es indeciblemente hermoso (cf. Discurso ascético). ¡La belleza del
arrepentimiento, la belleza del llanto, la belleza de la contrición! Como
siempre, la vida cristiana tiene su mejor expresión en la misericordia. Sabio y
bendito es el que acoge el dolor ligado al amor, porque recibirá el consuelo
del Espíritu Santo que es la ternura de Dios que perdona y corrige. Dios
perdona siempre: no lo olvidemos. Dios perdona siempre, incluso los pecados más
feos, siempre. El problema está en nosotros, que nos cansamos de pedir perdón,
nos encerramos en nosotros mismos y no pedimos perdón. Ese es el problema; pero
Él está ahí para perdonar.
Si
tenemos siempre presente que Dios «no nos trata según nuestros pecados ni nos
paga según nuestras faltas» (Sal 103, 10), vivimos en la misericordia y la
compasión, y el amor aparece en nosotros. Que el Señor nos conceda amar en
abundancia, de amar con la sonrisa, con la cercanía, con el servicio y también
con el llanto.
Larissa
I. López
© Librería
Editorial Vaticana
Fuente:
Zenit