"La
alegría y la paz de los monjes son fruto de horas y horas de oración. Estos hombres tienen la
certeza de haber librado el buen combate"
Diat ganó el año pasado uno de los premios que
otorga la Academia
Francesa, el que lleva como nombre el del cardenal Jean-Marie Lustiger (1926-2007),
por su obra Un temps pour mourir. Derniers
jours de la vie des moines [Un tiempo para morir. Los últimos días de la
vida de los monjes], donde a través
de las tradiciones de ocho grandes monasterios (franceses benedictinos,
cistercienses, trapenses, cartujos...) explica cómo afrontan el momento
de la muerte unos hombres que se han apartado del mundo prácticamente solo para
preparar ese paso a la vida verdadera.
Diat introduce al lector en la vida
cotidiana de la Gran Cartuja, de Solesmes, del Císter, de Fontgombault, de
Lagrasse, de Mondaye, de Sept-Fons y de En-Calcat, viviendo con los monjes,
interrogándoles por su preparación para ese instante decisivo, y conversando
con quienes, por edad o enfermedad, lo afrontan ya no como algo teórico, sino
como una experiencia temida y a la vez deseada.
¿Y qué ha descubierto? “La característica común es la paz", explica. Eso no
quiere decir que los monjes no teman el dolor o la perspectiva de la muerte
cuando llega. Pero lo que ha encontrado en todas las experiencias y testimonios
de su libro es "la paz", y no una paz fingida o sobreactuada, sino
"una certeza, una evidencia": "Más allá del sufrimiento, del
dolor, de las dudas, creo que también hay una característica común a estos
testimonios, y es la
alegría".
Diat comparte estas reflexiones con Odon de Cacquerey en una
reciente entrevista en L'Homme Nouveau, en la que
ofrece las razones para esa paz y esa alegría: "Los monjes con quienes he
hablado dejan este mundo con
la conciencia de haber sido hasta el final lo que Dios les había pedido ser.
Lo que no impide caminos tortuosos o últimas horas exigentes. La muerte nunca
es fácil... Pero creo que la alegría y la paz de los monjes son fruto de horas y horas de oración.
Estos hombres tienen la certeza de haber librado el buen combate".
Esos últimos momentos presentan circunstancias
nuevas respecto a las seculares costumbres monacales. Hasta hace no muchos
decenios, las abadías tenían, según era frecuente en el mundo rural, "un viejo médico de familia":
un doctor que les visitaba con frecuencia, les conocía, que era a su vez
conocido y querido. La moderna asistencia sanitaria va por otro camino, y ahora
ese papel lo desempeñan en el claustro los "padres enfermeros", que ponen humanidad y protección
sobre los que se ven aquejados por alguna dolencia más o menos grave.
Y luego están los problemas añadidos por la hospitalización, cuando se
hace precisa, y los dilemas éticos que supone en ocasiones para los monjes.
"Los monjes, y sobre todo los abades, deben estar muy atentos para que sus convicciones sean
respetadas", comenta Diat: "Recuerdo lo que me contó el abad de
Sept-Fons. Tuvo que vérselas con una proposición de eutanasia encubierta, muy sutil, en un protocolo médico que
era incapaz de descifrar. Le habría venido bien la ayuda de un médico amigo del
monasterio para comprender lo que se le estaba casi imponiendo. Al final
decidió llevarse al monje para que muriese en el monasterio, aunque organizando
un protocolo médico para aliviar los sufrimientos del religioso". En
Fontgombault ese problema lo tienen resuelto porque el padre enfermero fue médico radiólogo, y aunque
haya perdido la frescura de la práctica médica, "comprende enseguida lo
que sus compañeros de profesión le proponen, no es un monje al que se le pueda
venir con cuentos".
En cualquier caso, "el ideal de todos los
monjes es morir en su propia abadía, y no en el exterior: con sus hermanos, en
sus comunidades y, para los cartujos, en sus propias celdas. Es lo que ellos esperan, lo que
desean y por lo que rezan".
La vida es la barca: el abad, el barquero
"Según la regla de San Benito, el abad es el representante de Cristo en su
monasterio, lo cual, si ya es una función tremenda, lo es aún más en el momento
de la partida", continúa Diat. Por eso "el padre abad es la persona
más importante que los monjes vayan a conocer en este mundo, será quien les
habrá guiado, quien les habrá acompañado en su vida espiritual. Los monjes
pasan de la mirada del abad en la tierra a la mirada de Cristo en el más allá. El padre abad es el barquero del
alma. Acompaña a un alma en su recorrido espiritual y lleva a este hermano,
a este monje, hasta el auténtico Cristo".
Un rito que impresiona
En 1960, en los albores de la televisión, una
cámara entró por primera vez en un monasterio trapense para filmar, entre otras
cosas, la muerte y
enterramiento de un monje. El programa de RTF (Radiodiffusion Television
Française), dirigido por Arnaud
Desjardins, contaba con la participación de Louis Pauwels (1920-1997), quien ese año publicaría
junto a Jacques Bergier su bestseller mundial El retorno de los brujos, sobre la
pervivencia de espiritualidades de todo tipo en un mundo cada vez más
materialista.
La escena del entierro de un monje fallecido
impresiona, pero forma parte natural de la vida de los monjes como meta del
camino. "En Fontgombault o Solesmes son los mismos monjes, con el hermano
carpintero, quienes fabrican
sus propios ataúdes. Es emotivo y muy hermoso, porque quien fabrica el
ataúd sabe que trabaja para sus hermanos. Es un trabajo encarnado", comenta Diat. Y añade
que "en la Gran Cartuja, en el Císter o en Sept-Fons, el monje es
enterrado sobre una simple
plancha de madera. El cuerpo del difunto, que lleva su hábito con el
capuchón cubriendo la cabeza de forma que se ve poco el rostro, es enterrado
sobre una plancha de madera. Los monjes echan paladas de tierra para rellenar
el agujero de la sepultura que ellos mismos han cavado antes. Aquí la palabra enterrar adquiere todo su
sentido".
En nuestra sociedad, "que no quiere ver la
muerte, que hace todo lo posible para maquillarla, que hace de todo para
olvidarla", algo así resulta "desconcertante", pero "es
bastante sencillo y le
otorga a la muerte toda la gravedad junto con toda la simplicidad". Y,
sin embargo, también impacta a los monjes jóvenes. Según le contó el prior de
la Gran Cartuja, sus costumbres exequiales hace que sean los últimos monjes
llegados al monasterio "quienes llevan la cruz, así que están en los
primeros lugares, y para ellos no es fácil". Los jóvenes proceden de un
entorno que no les ha preparado para lo que van a ver.
Diat confiesa que escribir este libro ha influido
sobre su propia visión de la muerte: "Es una relación más pacífica [con esa idea], aunque yo no
tenía una angustia particular ante la muerte antes de comenzar mi
trabajo".
Aunque la muerte está también en el origen de Un
temps pour mourir. La idea surgió visitando la abadía de Lagrasse
junto al cardenal Sarah. Allí conocieron al hermano Vincent: "Padecía una enfermedad degenerativa
grave que se lo llevó joven. Su historia me afectó profundamente". Un
año después de su publicación, le siguen llegando comentarios de personas que,
"sean practicantes o no", han leído el libro con alegría, lo que le
alegra a él también: "En ese sentido, sé que he sido útil".
Carmelo
López-Arias
Fuente:
ReL