No presumen de lo que hacen, de lo que soportan, no cuentan su entrega ni
sus méritos, parece que todo es tan sencillo, aman y no se nota el esfuerzo, se
entregan y no parece que les duela
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Sé que el único
camino para ser realmente feliz en la vida pasa por vivir con humildad. El
orgullo, la vanidad y la soberbia me acaban dejando solo y amargado. San Pablo
me muestra la actitud que da luz:
“Cuando los
visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio de la
elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de
Jesucristo, y Jesucristo crucificado. Por eso, me presenté ante ustedes débil,
temeroso y vacilante. Mi palabra y mi predicación no tenían nada de la
argumentación persuasiva de la sabiduría humana, sino que eran demostración del
poder del Espíritu, para que ustedes no basaran su fe en la sabiduría de los
hombres, sino en el poder de Dios”.
No hablo desde
mi elocuencia humana. No es mi palabra la que convence a nadie. No
son mis dones naturales de persuasión. Es Jesús en mí quien hace milagros. Es
su forma de mirar la que me cambia mi mirada para que yo pueda cambiar a otros
mirándolos.
Ser humilde
pasa por reconocer los talentos que pone Dios en mí y darle gracias por ellos.
Él sabrá cómo quiere que los use. A veces
incluso querrá que por amor no me sirva de ellos y renuncie a su poder.
Lo que valora
Dios en mí es la humildad. Cuando me siento pequeño y necesito su cariño y
misericordia. Pequeño, pero hijo de rey. Dice el padre José Kentenich que la “pedagogía
de ideales es educación a la humildad, y, en modo alguno, educación al
sentimiento de inferioridad”[1].
Cuando me educo
y educo en la humildad no pretendo sentirme inferior a nadie. No lo busco. Me
quiero como soy en mi verdad y eso no me lleva a la vanidad. Cometo errores. No
lo hago todo bien y sé reconocer cuándo no tengo razón.
Pero los
ideales me muestran hasta dónde puedo llegar si me dejo hacer por Dios. Él
sabe lo que valgo. Ninguna crítica disminuye mi valor. Ningún halago me hace
mejor persona.
La humildad es
aceptación de mi vida como es. Sin pretender que sea una vida distinta. No
quiero acabar con mi pasado. Ni cambiar nada de él. Porque soy quien soy como
fruto de todo lo vivido.
Y me alegra
ver mi belleza y mis debilidades como parte de una misma composición.
Llevo a Jesús en una vasija de barro. No soy yo el que brilla, es Él. No soy yo
la luz ni la sal. Es Jesús en mí el que hace fecunda mi vida.
No quiero el
éxito en el camino, sino simplemente mantener la alegría en todo lo que hago. Es lo que me salva y da firmeza a mis pasos.
Quiero mirar
a María para aprender a vivir con humildad. Me gustan su
sonrisa, su templanza, su firmeza. No se rebela contra el mundo cuando
sufre contratiempos y no resultan sus planes. No se altera, no pierde la
paz.
Aguarda con
humildad en el lugar que le corresponde, o que le dan los hombres. Vive atada a
Dios de quien recibe todo el amor del mundo.
Me gustan las
personas que se parecen a María. Brillan con luz propia. Y su sonrisa parece
traída del cielo. Sufren, como todos sufrimos. Pero no se asombran ni se
amargan. Cogen sus cruces con naturalidad y las abrazan en silencio. Tiemblan
por el dolor, pero permanecen seguras de que Jesús es el que sostiene su
confianza.
Me gustan esas
personas que no presumen de lo que hacen, de lo que soportan. No cuentan su
entrega ni sus méritos. Parece que todo es tan sencillo. Aman y no se
nota el esfuerzo. Se entregan y no parece que les duela. Viven entregadas
en silencio y no se ve esa entrega que florece.
Me gustan las
personas humildes que aceptan la humillación, la difamación, la mentira sin
rebelarse. Me gusta su forma de enfrentar la muerte, con los
ojos muy abiertos y con una paz profunda.
Me gustan las
personas humildes. Me gusta cómo miran a los demás y cómo se miran. Ven a los
demás mejores que ellas mismas, sin serlo. Me gusta cómo sonríen incluso cuando
son agredidas. No se desesperan cuando parecen cerrarse los caminos.
Lloran, y entre
las lágrimas, esbozan una sonrisa. Aguantan el dolor. Se quejan cuando es
excesivo. Pero no se amargan ni amargan. No exigen. No pretenden ser más
fuertes que nadie. No quieren molestar, sólo eso.
No entiendo a
las personas humildes. No logro saber cómo lo hacen todo. Sólo quiero
ser yo así. Pero no lo consigo.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente: Aleteia