Dios, ten
piedad de mí, porque he pecado…
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La mayoría de
los católicos honestos reconocerá lo que intento decir aquí. Intentamos
hacer lo correcto. Realmente no estamos intentando burlar el sistema.
Pero estamos cansados de confesar los mismos pecados. ¿Qué está
sucediendo?
Nuestro Señor
nos da una parábola que puede ayudarnos a entender lo que estamos haciendo bien
y lo que estamos haciendo mal.
Si entendemos
esa parábola, podremos (con la gracia de Dios, está claro) progresar
significativamente en nuestra vida de discípulos de Jesús.
Cuando el
espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de
reposo, y al no encontrarlo, piensa: “Volveré a mi casa, de donde salí”. Cuando
llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete
espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se
encuentra peor que al principio (Lc
11,24-26)
Vamos a aclarar
esto con una ilustración simple. Tienes un jardín. Tu jardín tiene maleza. ¿Qué
pasa si ignoras esa maleza? La maleza mata todo lo bueno del jardín.
Fin. Es una historia sencilla, ¿cierto? Entonces, necesitas hacer algo
con esa maleza.
Supón que la
maleza son dientes de león. Cortas la parte superior amarilla brillante de los
dientes de león, pero no haces nada más. ¿Qué sucede luego?
Bien, en poco
tiempo, en el diente de león vuelve a brotar otra parte superior amarilla
brillante. Es como si tu acción correctiva no hubiera ocurrido. ¿Qué hiciste
mal?
Cortaste la
parte superior del diente de león, pero no hiciste nada con el tallo enterrado
en la tierra. Y, lo más importante, no hiciste nada con las raíces,
que dan vida al tallo y a las flores.
Entonces,
realmente no debería sorprender que el diente de león resurgiera
repentinamente, ¿verdad?
Ahora, vamos a
aplicar esa imagen al pecado y al arrepentimiento. La parte superior amarilla y
brillante del diente de león son las acciones negativas de nuestra vida – actos
de engaño, mentira, etc.
El tallo son
los hábitos de comportamiento que apoyan las acciones pecaminosas, facilitando
el crecimiento de las mismas. Si nos arrepentimos de las acciones negativas
-pero no hacemos nada más-, seremos como el jardinero ingenuo que corta las
puntas del diente de león; sin embargo, se sorprende de que el diente de león
haya florecido nuevamente.
Aplica esta
observación a la vida sacramental: es como si confesar fuera
recitar errores con la intención de eliminar su registro, pero sin permitir que
la gracia de Dios toque cualquier otro aspecto de nuestras
vidas. ¿Qué pensamos que va a suceder a continuación?
Si decimos:
“Perdóname por haber hecho esto” y no hacemos nada más, entonces la acción
negativa casi con certeza se volverá a repetir.
Si decimos:
“Perdóname, hice esto pero no lo voy a volver a hacer”. Entonces, con certeza,
los errores se volverían a cometer. Pero ¿por qué?
Imagina que
cortas la parte superior del diente de león (es decir, arrepentirse de la
falta) y luego cortas la parte subyacente hasta la tierra. Eso equivale a
decir: “Perdóname, hice esto pero no lo voy a volver a hacer”.
Pero la mala
acción casi con certeza volverá porque dejamos las raíces en el mismo
lugar -los malos hábitos formados en la mente y el corazón- que dieron origen a
la maleza (acción negativa) en primer lugar.
Arrepentimiento
real significa librarse del mal, del hábito de comportamiento que apoya el mal
y de las distorsiones del alma que alimentan el hábito.
En otras
palabras, el arrepentimiento no es suficiente. Lo que es necesario es
la conversión – una reorientación de la vida.
Arrancar toda
la maleza, “raíz y brotes”, dejara un hoyo, una herida. Si esa herida no es
expuesta a la gracia para sanar, es probable que se infecte con la vergüenza
tóxica y la autocompasión, lo que casi con seguridad llevará a que se instalen
otras malezas. Incluso la sanación no será suficiente.
Recuerda la
parábola en que Jesús advierte contra el dejar la casa desocupada. El ex
ocupante regresará con compañeros para ocuparla.
Ese espacio
vacío, una vez ocupado con el mal hábito/maleza, necesita llenarse con
virtudes. Esa es la única manera de impedir que esas malezas vuelvan a crecer.
La moraleja de
la historia es la siguiente: confesión y arrepentimiento no empiezan y terminan
con la entrada al confesionario.
Para cooperar
plenamente con la gracia de Dios, hay que estar de acuerdo en trabajar para
cambiar nuestra vida, nuestras acciones, nuestros hábitos, nuestros
pensamientos, nuestros corazones.
Cualquier otra
cosa es ilusoria y peor. Hay que actuar en consecuencia y enseñar a nuestros
hijos también.
P. Robert
McTeigue, SJ
Fuente: Aleteia