Hubert
preguntó a su catequista por qué no podía comulgar todos los días y con su
respuesta algo hizo “click”
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© P.RAZZO/CIRIC |
Me
llamo Hubert y nací en un pueblo de la diócesis de Luiza en la República
Democrática del Congo. Allí fui a la escuela primaria.
Fui bautizado de niño y me
integré en un grupo de jóvenes que acudía a catequesis, gracias a la dedicación
del catequista de mi pueblo, que fue quien me preparó para mi Primera Comunión
a los 12 años.
Una vez, en la clase de
catequesis, a la que acudía una vez por la semana, le
pregunté al catequista por qué el sacerdote no residía en nuestro pueblo para
poder comulgar así todos los días.
El catequista me dio dos
respuestas: “Como nuestra comunidad aún no ha enviado a
ningún joven al seminario para ser sacerdote, es difícil que celebremos la
Eucaristía como a ti te gustaría”.
Y añadió: “Presta
atención en la oración que recito el domingo cuando nos reunimos en ausencia
del sacerdote”.
Así fue, al terminar su
breve comentario sobre la lectura del Evangelio dominical, el catequista
introdujo la segunda parte del rezo de la asamblea de la siguiente manera: “Si
tuviéramos a un sacerdote entre nosotros, podríamos haber recibido la comunión
del cuerpo y la sangre del Señor”.
Estas
respuestas del catequista despertaron en mí el deseo de ser sacerdote.
Pero las dificultades a la hora de hablar con mis padres cristianos y, sobre
todo, de convencerlos de la seriedad de mi propósito fueron enormes.
En primer lugar, en mi
familia, yo soy el segundo hijo varón y era inconcebible que mi padre me
permitiera ingresar en el seminario.
Como nunca había asistido a una escuela
del centro de la parroquia, tenía un cierto complejo de inferioridad con
respecto a los jóvenes de la parroquia que estaban acostumbrados a tratar con
sacerdotes,
conocían el ritual de la Misa y de los otros sacramentos.
Además, las dificultades económicas eran un serio
obstáculo, dadas las condiciones muy humildes en las que vivían mis padres, que
son campesinos y tenían a siete hijos a su cargo, dos hijos varones y cinco
hijas, todos en edad escolar.
Sin embargo, mi perseverancia convenció finalmente a
mi padre de la seriedad de mi vocación. Así que presenté mi solicitud en el
seminario propedéutico de San León Magno de Luiza.
Después de pasar una prueba
de admisión, me aceptaron, y eso me animó enormemente. Ahora han pasado cinco
años desde que me puse en camino hacia el sacerdocio.
He resuelto con éxito el año
preparatorio del seminario propedéutico y los tres años de Filosofía en el
seminario en la provincia de Lomami.
Allí me
pasaba todo el año académico en el seminario, lejos de mi diócesis y de mi familia,
debido a la falta de recursos económicos para pagar el transporte de ida y
vuelta durante las vacaciones de Navidad y Semana Santa.
Además, para mis pobres
padres, reunir el dinero necesario para contribuir a mi formación es todo un
desafío, a pesar del apoyo y los sacrificios de nuestra diócesis. Mis padres hacen enormes sacrificios en
detrimento de mi hermano y mis hermanas.
No obstante, y a pesar de
estas dificultades materiales, prosigo mi camino, animado por una justificada
esperanza de alcanzar mi meta: la de ser sacerdote para que una
comunidad de creyentes de Luiza deje de hacer la comunión sólo “de deseo”.
Y que – en la lógica de la
Encarnación del Verbo de Dios, que se ha
hecho carne- mis hermanos y hermanas tengan la oportunidad de comulgar
de verdad cada día con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Para ello me encomiendo
al Señor y a Su Divina Providencia.
Testimonio publicado
originalmente por Ayuda a la Iglesia Necesitada
Fuente:
Aleteia