¿No será esta forma de pensar la que cambia el mundo?
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Lo normal es
que cuando alguien me hace daño yo reacciono con violencia. Si me insultan yo
insulto. Si son injustos conmigo yo lo soy más. Si hablan mal de mí yo hablo
mal de otros. Si elevan el tono de su voz yo subo aún más el mío.
Se ha grabado a
fuego en mi alma esa norma tan conocida: “Ojo por ojo, diente
por diente”. Si me arrancan un ojo, yo arranco otro.
En realidad, el
origen de esta norma era para proteger la justicia. Para que la víctima no
exigiera más daño para el victimario que el que a él le había causado.
Si le habían
quitado un ojo sólo podría exigir el pago de un ojo del agresor. De esta manera
nadie se tomaría la justicia por su mano. Era un mínimo que se protegía.
La norma
imponía un castigo que se identificaba con el crimen cometido, pero no más. Ya
desde el Código de Hammurabi (Babilonia, siglo XVIII a. C.) el principio
de reciprocidad exacta se utiliza con claridad.
Como dice una
de sus normas: Si un hombre libre vaciaba el ojo de un hijo de otro hombre
libre, se vaciaría su ojo en retorno. Y en el Antiguo Testamento se recoge
en Éxodo 21, 23-25:
“Mas si hubiere
muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano
por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por
golpe”.
Es una ley
justa. No más de lo que uno merece por el daño causado. Se defiende aquello a
lo que tengo derecho. Aquello que me corresponde pagar por mi error, por mi
violencia, por mi agresión. No más de lo que es justo.
Es
comprensible. No se trata de una forma injusta de ver la vida. Es todo lo
contrario porque se superan los abusos y excesos a los que se puede llegar.
Pero el corazón
de la víctima nunca encuentra la paz. Busca no sólo que el otro pague, sino que
pague mucho más por lo que ha hecho.
Normalmente
cuando me siento ofendido no me conformo con una ofensa similar para el
agresor, quiero más. Ya bastante difícil es cumplir el ojo por ojo como
para que Jesús venga ahora a exigirme más.
Y es lo que
hace. Me pide lo imposible:
“Yo, en
cambio, os digo: – No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te
abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte
pleito para quitarte la túnica; dale también la capa; a quien te requiera para
caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide
prestado, no lo rehúyas”.
Si uno me
abofetea no devuelvo el mal, pongo la otra mejilla. Me parece excesivo. No
puede ser eso lo que Dios quiere. Me rebelo contra esa forma de ver la vida.
Si me hacen un
mal, ¿tengo que estar realmente abierto a que me sigan haciendo daño? Si me gritan, ¿tengo que aguantar que lo sigan haciendo de forma
indefinida? ¿No es esta una afirmación peligrosa?
El agresor se
convierte entonces en un hombre libre. Puede seguir agrediendo sin recibir a
cambio ningún mal. Lo de poner la otra mejilla no lo veo tan claro.
No digo que
tenga que devolver el golpe y vivir en el ojo por ojo. Pero ¿tengo que llegar a
tanto? ¿Es prudente invitarle a que me siga golpeando? Me parece absurdo. No lo
entiendo.
Creo que Jesús
me habla de una forma de vivir que no es para mí. Si alguien me pide algo, ¿se
lo tengo que dar? Si me exigen la túnica, ¿no tengo que rebelarme
sino darle además mi capa?
Si alguien me
pide que camine una milla, ¿tengo que caminar dos? Me parece un sinsentido.
¿Qué me pide Jesús? ¿Es esta la santidad que me invita a vivir? Son otras
categorías. Yo no soy así.
Cuando no
considero que sea justo lo que me piden, no lo doy. Si quieren que sirva de una
manera y yo no lo veo claro, no voy.
Si abusan de mi
generosidad, no lo acepto. Creo en la justicia. Lo que me corresponde, pero no
más. Lo que es exigible, pero no más.
Esa forma de
pensar que Jesús hoy me insinúa me inquieta. Me rebelo contra una generosidad
desorbitada. ¿No será esta forma de pensar la que cambia el mundo?
Sí, puede ser.
Pero no quiero pecar de tonto. Y es lo que me parece cuando cedo en todo y doy
sin medida. A mí me gusta que las cosas estén medidas. Que dé de acuerdo con lo
que corresponde. Pero no más que eso.
Me cuesta
entregar mi vida sin recibir agradecimiento. Me parece imposible un amor que se
desangra sin recibir nada a cambio. Un servicio oculto en medio de la pobreza
que nadie reconoce. Una entrega sincera que los hombres no ven.
¿Tiene sentido
vivir de esa manera? Sé que lo que sucede en la oscuridad es lo que va
cambiando el mundo. Aunque yo no lo sepa, ni lo vea, ni tan siquiera
lo valore.
El amor
enterrado como la semilla que muere para dar fruto. Eso es lo que vale. Un amor así no es exigible. Jesús sólo me invita a
vivir como un loco. No lo exige, sólo me propone un camino.
Yo conozco
personas que son así. Son pocas, claro, pero conozco algunas. Y me conmueve esa
mirada distinta.
A veces me
enfado con ellas, porque no quiero que pequen de ingenuas, de tontas. Pretendo
protegerlas. Me equivoco. Su vida sembrada es la que cambia el mundo. No su
fama, ni su gloria humana.
A los ojos de
los hombres pasan ocultos. A los de Dios son antorchas que no se apagan. Ven lo
que nadie ve. Creen en lo que nadie cree. Son capaces de negarse por amor.
Su entrega
silenciosa conmueve los cimientos de este mundo. Tiemblan los principios más
justos que parecen ser los que valen. No es así.
Lo que de
verdad cuenta es el amor sagrado que Jesús vivió en un
madero. Esa entrega aparentemente inútil. Esa injusticia tan clara en la que
parece que el mal es más fuerte que el bien y el odio que el amor. No
es así. Dios vence en lo oculto.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente: Aleteia