Publicado en ‘Vida Nueva’
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Via Crucis, Viernes Santo 2020 © Vatican Media |
El Papa Francisco ha
presentado “un plan para resucitar” al mundo ante la crisis mundial generada
por la expansión del coronavirus.
Así
se titula el artículo escrito por el Santo Padre para la revista
española Vida Nueva en el
que ofrece su hoja de ruta para reconstruir el planeta y conformar “la
civilización del amor” frente a “la pandemia de la exclusión y la
indiferencia”.
“Invitar
a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto
ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son
pocos los que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un
gesto de ignorancia o de irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19)”, señala el Papa
en el documento.
El
Pontífice toma como referencia a las mujeres que vieron el sepulcro vacío para
hablar de la “unción de la vida” que supuso la Resurrección de Señor: “Esta es
la fuente de nuestra alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar:
nuestras unciones, entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas
posibles en este tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la
muerte”, aclara.
Además,
Francisco plantea: “¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que
sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida
más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos?
¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la
devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia?”.
“La
globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar…
Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y
la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del
amor, que es ‘una civilización de la esperanza’”, agrega.
A
continuación sigue el texto íntegro de la meditación escrita por el Santo Padre
publicada por Vida
Nueva en su edición de hoy, 17 de abril de 2020.
Artículo del Santo Padre
De pronto, Jesús salió a su
encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la primera
palabra del Resucitado después de que María Magdalena y la otra María
descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con el ángel. El Señor sale a su
encuentro para transformar su duelo en alegría y consolarlas en medio de la
aflicción (cfr. Jr 31, 13). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida
nueva a las mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos
empezar ya a participar de la condición de resucitados que nos espera.
Invitar
a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto
ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son
pocos los que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un
gesto de ignorancia o de irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19). Como las
primeras discípulas que iban al sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de
dolor e incertidumbre que nos hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra
del sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación
que nos sobrepasó completamente?
El impacto de todo lo que
sucede, las graves consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el
luto por nuestros seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan. Es la
pesantez de la piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que amenaza,
con su realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la angustia de
personas vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena en la más absoluta
soledad, es la pesantez de las familias que no saben ya como arrimar un plato
de comida a sus mesas, es la pesantez del personal sanitario y servidores
públicos al sentirse exhaustos y desbordados… esa pesantez que parece tener la
última palabra.
Sin
embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las mujeres del Evangelio.
Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante la situación e incluso
el miedo a la persecución y a todo lo que les podría pasar, fueron capaces de
ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo.
Por amor al Maestro, y con ese típico, insustituible y bendito genio femenino,
fueron capaces de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos
para estar cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que
huyeron presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon
(cfr. Jn 18, 25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni
escapar…, supieron simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas,
que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con
perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr. Mc 16,
1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la
unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los
demás.
A diferencia de los que
huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, fuimos testigos de cómo vecinos
y familiares se pusieron en marcha con esfuerzo y sacrificio para permanecer en
sus casas y así frenar la difusión. Pudimos descubrir cómo muchas personas que
ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la indiferencia
siguieron esforzándose, acompañándose y sosteniéndose para que esta situación
sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos la unción derramada por médicos,
enfermeros y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores,
transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas,
abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a entregar todo lo que poseían
para aportar un poco de cura, de calma y alma a la situación. Y aunque la
pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?”
(Mc 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían
que dar.
Y
fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones, donde las
discípulas fueron sorprendidas por un anuncio desbordante: “No está aquí, ha
resucitado”. Su unción no era una unción para la muerte, sino para la vida. Su
velar y acompañar al Señor, incluso en la muerte y en la mayor desesperanza, no
era vana, sino que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban
solas, Él estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia
desbordante era capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya
había sido corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión
que aquello que las amenazaba.
Esta es la fuente de nuestra
alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar: nuestras unciones,
entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas posibles en este
tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la muerte. Cada vez que
tomamos parte de la Pasión del Señor, que acompañamos la pasión de nuestros
hermanos, viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escucharán la
novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en nuestro
caminar removiendo las piedras que nos paralizan. Esta buena noticia hizo que
esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los Apóstoles y a los discípulos
que permanecían escondidos para contarles: “La vida arrancada, destruida,
aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo” (1) . Esta es
nuestra esperanza, la que no nos podrá ser robada, silenciada o contaminada.
Toda la vida de servicio y amor que ustedes han entregado en este tiempo
volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una rendija para que la Unción que el
Señor nos quiere regalar se expanda con una fuerza imparable y nos permita
contemplar la realidad doliente con una mirada renovadora.
Y,
como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra
vez a volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el
Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra
comunidad (cfr. Evangelii gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se
empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo
algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona
a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más
presente.
Si
algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las
fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se
disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de
la que estamos hechos.
La Pascua nos convoca e
invita a hacer memoria de esa otra presencia discreta y respetuosa, generosa y
reconciliadora capaz de no romper la caña quebrada ni apagar la mecha que arde
débilmente (cfr. Is 42, 2-3) para hacer latir la vida nueva que nos quiere
regalar a todos. Es el soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la
creatividad y nos renueva en fraternidad para decir presente (o bien, aquí
estoy) ante la enorme e impostergable tarea que nos espera.
Urge discernir y encontrar el
pulso del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan
testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este
momento concreto de la historia. Este es el tiempo favorable del Señor, que nos
pide no conformarnos ni contentarnos y menos justificarnos con lógicas
sustitutivas o paliativas que impiden asumir el impacto y las graves
consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el tiempo propicio de
animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el
Evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni
instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos
propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap
21, 5).
En
este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia
humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” (2). Cada acción
individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias
para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las
autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo
quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la
pandemia.
“Una emergencia como la del
COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”
(3). Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y
permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y,
así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de
hermanos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia
presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos
volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gn, 4, 9) y, en nuestra
capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese
reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por
tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado.
Si
actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan,
podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente
frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos?
¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras
alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar
los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y
animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto
equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las
medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos
negando la evidencia?
La globalización de la
indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre
con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No
tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una
civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el
desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye
cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos.
Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos” (4).
En
este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas
hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice:
“Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y
amplificar la buena nueva del Reino de Dios.
NOTAS
1.
R. Guardini, El Señor, 504.
2.
Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 13.
3. Pontificia Academia para la Vida. Pandemia y fraternidad
universal. Nota sobre la emergencia COVID-19 (30 marzo 2020), p. 4.
4.
Eduardo Pironio, Diálogo con laicos, Buenos Aires, 1986.
Larissa
I. López
Fuente:
Zenit