“¡Jesús,
ten compasión de mí!”
Hermosa
definición del hombre: “mendigo de Dios”, ha señalado el Papa Francisco en su
catequesis, la primera del nuevo ciclo sobre la oración, que ha iniciado el
Pontífice este miércoles, 6 de mayo de 2020, en la audiencia general.
“La
fe es tener las dos manos levantadas, una voz que clama para implorar el don de
la salvación”, ha expresado Francisco, quien ha animado a pensar en la historia
de Bartimeo para aprender a hacer oración con “humildad y perseverancia”.
Este
hombre entra, pues, en los Evangelios “como una voz que grita a pleno pulmón”.
No ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero lo siente, lo percibe por la
multitud, que en un momento dado aumenta y se avecina… Pero está completamente
solo, y a nadie le importa. “¿Y qué hace Bartimeo? Grita”, recuerda el Santo
Padre.
Más
fuerte que cualquier argumento en contra, “en el corazón de un hombre hay una
voz que invoca”, asegura el Papa. Como Bartimeo, “todos tenemos esta voz
dentro”. Una voz que brota espontáneamente, sin que nadie la mande, una voz que
se interroga sobre el sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente
cuando nos encontramos en la oscuridad: “¡Jesús, ten compasión de mí!”.
A continuación, sigue la
catequesis pronunciada hoy por el Papa Francisco en la audiencia general:
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy
comenzamos un nuevo ciclo de catequesis sobre el tema de la oración. La oración
es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada. Como un grito que sale
del corazón de los que creen y se confían a Dios.
Pensemos
en la historia de Bartimeo, un personaje del Evangelio (cf. Mc 10, 46-52 y
par.) y, os lo confieso, para mí el más simpático de todos. Era ciego y se
sentaba a mendigar al borde del camino en las afueras de su ciudad, Jericó. No
es un personaje anónimo, tiene un rostro, un nombre: Bartimeo, es decir, “hijo
de Timeo”. Un día escucha que Jesús pasaría por allí. Efectivamente, Jericó era
un cruce de caminos de personas, continuamente atravesada por peregrinos y
mercaderes. Entonces Bartimeo se pone a la espera: hará todo lo posible para
encontrar a Jesús. Mucha gente hacía lo mismo, recordemos a Zaqueo, que se
subió a un árbol. Muchos querían ver a Jesús, él también.
Este
hombre entra, pues, en los Evangelios como una voz que grita a pleno pulmón. No
ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero lo siente, lo percibe por la
multitud, que en un momento dado aumenta y se avecina… Pero está completamente
solo, y a nadie le importa. ¿Y qué hace Bartimeo? Grita. Y sigue gritando.
Utiliza la única arma que tiene: su voz. Empieza a gritar: “¡Hijo de David,
Jesús, ten compasión de mí!” (v. 47). Y sigue así, gritando.
Sus
gritos repetidos molestan, no resultan educados, y muchos le reprenden, le
dicen que se calle. “Pero sé educado, ¡no hagas eso!”. Pero Bartimeo no se
calla, al contrario, grita todavía más fuerte: “¡Hijo de David, Jesús, ten
compasión de mí!” (v. 47). (v. 47). Esa testarudez tan hermosa de los que
buscan una gracia y llaman, llaman a la puerta del corazón de Dios. Él grita,
llama. Esa frase: “Hijo de David”, es muy importante, significa “el Mesías”,
confiesa al Mesías- es una profesión de fe que sale de la boca de ese hombre
despreciado por todos.
Y
Jesús escucha su grito. La oración de Bartimeo toca su corazón, el corazón de
Dios, y las puertas de la salvación se abren para él. Jesús lo manda a llamar.
Él se levanta de un brinco y los que antes le decían que se callara ahora lo
conducen al Maestro. Jesús le habla, le pide que exprese su deseo –esto es
importante– y entonces el grito se convierte en una petición: “¡Que vea!”.
(cfr.v. 51).
Jesús
le dice: “Vete, tu fe te ha salvado” (v. 52). Reconoce a ese hombre pobre,
inerme y despreciado todo el poder de su fe, que atrae la misericordia y el
poder de Dios. La fe es tener las dos manos levantadas, una voz que clama para
implorar el don de la salvación. El Catecismo afirma que “la humildad es la
base de la oración” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2559). La oración nace
de la tierra, del humus –del que deriva “humilde”, “humildad”–; viene de
nuestro estado de precariedad, de nuestra constante sed de Dios (cf. ibid.,
2560-2561).
La
fe, como hemos visto en Bartimeo, es un grito; la no fe es sofocar ese grito.
Esa actitud que tenía la gente para que se callara: no era gente de fe, en
cambio, él si. Sofocar ese grito es una especie de “ley del silencio”. La fe es
una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón;
la no fe es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La
fe es la esperanza de ser salvado; la no fe es acostumbrarse al mal que nos
oprime y seguir así.
Queridos
hermanos y hermanas, empezamos esta serie de catequesis con el grito de
Bartimeo, porque quizás en una figura como la suya ya está escrito todo.
Bartimeo es un hombre perseverante. Alrededor de él había gente que explicaba
que implorar era inútil, que era un vocear sin respuesta, que era ruido que
molestaba y basta, que por favor dejase de gritar: pero él no se quedó callado.
Y al final consiguió lo que quería.
Más
fuerte que cualquier argumento en contra, en el corazón de un hombre hay una
voz que invoca. Todos tenemos esta voz dentro. Una voz que brota
espontáneamente, sin que nadie la mande, una voz que se interroga sobre el
sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente cuando nos encontramos en
la oscuridad: “¡Jesús, ten compasión de mí! ¡Jesús, ten compasión de mí!”.
Hermosa oración, ésta.
Pero
¿estas palabras no están quizás esculpidas en la creación entera?. Todo invoca
y suplica para que el misterio de la misericordia encuentre su cumplimiento
definitivo. No rezan sólo a los cristianos: comparten el grito de la oración
con todos los hombres y las mujeres. Pero el horizonte todavía puede ampliarse:
Pablo dice que toda la creación “gime y sufre los dolores del parto” (Rom
8:22). Los artistas se hacen a menudo intérpretes de este grito silencioso de
la creación, que pulsa en toda criatura y emerge sobre todo en el corazón del
hombre, porque el hombre es un “mendigo de Dios” (cf. CIC, 2559). Hermosa
definición del hombre: “mendigo de Dios”. Gracias.
Rosa
Die Alcolea
©
Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit