No es pereza ni cobardía, sino reconocer que Él tiene el
secreto de tu felicidad y dejarle actuar en todos los ámbitos de tu vida
Todos
los nadadores socorristas lo saben: cuando prestan auxilio a alguien que está
ahogándose, el principal peligro viene de los nerviosos esfuerzos del auxiliado.
El miedo, la voluntad de
mantenerse a flote cueste lo que cueste, le conducen a menudo a realizar gestos
descoordinados. Forcejea o se aferra desesperadamente a su salvador, lo cual es
el medio más seguro de impedirle que nade.
Así nos comportamos a menudo
con respecto al Señor. En
vez de dejarle que nos salve, intentamos dirigir las cosas a nuestra manera.
Por
miedo o por orgullo –a menudo ambos a la vez– nos negamos a permitirle actuar
en nosotros, a abandonarnos con confianza.
Como un ahogado que intenta
respirar, todas las personas buscan la
felicidad.
Es un deseo grabado profundamente en nosotros.
Este deseo es bueno porque
viene de Dios, pero ¿creemos realmente que Él sabe mejor que ningún otro lo que
es necesario para nuestra felicidad y la de nuestros hijos?
El abandono no es ni cobardía ni pereza
Cuando
nos negamos a abandonarnos al amor de Dios es como si Le dijéramos: “Yo sé
mejor que tú lo que necesito, lo que mi familia necesita”.
Somos como el ahogado que
niega la ayuda que se le ofrece porque tiene miedo e intenta mantenerse en la
superficie a cualquier precio sin ver que su salvador sabe mejor lo que hay que
hacer para volver a tierra firme.
Sin embargo, tampoco
podemos esperar la salvación con el pijama puesto. Dios
nos respeta demasiado como para darnos una felicidad precocinada.
Quiere incluirnos en su obra
de amor y nos da una voluntad, una libertad y múltiples talentos para construir
el Reino.
No obstante, todos esos
talentos no deben hacernos olvidar que no podemos hacer nada por nosotros
mismos. Lo recibimos todo del Señor: sin
Él, no somos nada y no podemos nada.
Cada vez que olvidamos esto,
nos negamos a abandonarnos. Confundimos con frecuencia independencia y libertad
al afirmar: “No necesito a nadie, me desenvuelvo muy bien solo”.
Nos
tomamos por personas muy fuertes y muy capaces cuando somos –fundamental y
radicalmente– unos pobres necesitados.
Pero hay otro peligro: el Maligno. Como es muy hábil, intenta
siempre tentarnos disfrazando el mal bajo la apariencia del bien.
Así, el perezoso estará
tentado de justificar su indolencia con un pretendido abandono a la
Providencia: “No merece la pena que me fatigue, porque Dios cuidará de
nosotros”.
El cobarde razonará de la
misma forma al refugiarse en la oración para evitar afrontar el riesgo de los
compromisos concretos, con lo que implican de oposiciones inevitables: “Señor,
cuento contigo sobre todo porque no quiero que me pidas que intervenga”. Pero el abandono no es ni pereza ni cobardía.
En la realidad
La
Encarnación nos pone los pies en la tierra y no hay otra manera de encontrar y
servir al Señor que viviendo el día a día hasta en los aspectos más concretos.
No basta con repetir:
“¡Señor, Señor, gracias por cuidar de nosotros!”. Por supuesto, la alabanza es
la oración también de quien se abandona al amor de Dios, pero el
único medio de verificar la autenticidad de esta alabanza es confrontarla con
la realidad.
Hay que plantearse las
preguntas apropiadas: “¿Alabo a Dios solamente durante los
momentos de oración o esta alabanza cambia la manera en que voy a tratar mis
asuntos profesionales, abordar las dificultades familiares, recibir las
preocupaciones económicas, realizar mis proyectos de futuro, etc.?”.
“Y [Jesús] dijo: ‘Les
aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el
Reino de los Cielos’” (Mt 18,3).
Si no aceptamos abandonarnos
con la confianza absoluta de un niño pequeño, si no consentimos dejarlo todo en
manos del Padre –todos nuestros deseos, nuestros proyectos, nuestras
preocupaciones, aquello que amamos e incluso nuestros pecados– no podremos
entrar en el Reino de Dios. No podremos disfrutar la felicidad del Reino,
prometida aquí abajo a los que tienen el corazón de los pobres.
Por
Christine Ponsard
Fuente:
Aleteia