La
reflexión del Santo Padre ha versado sobre “La oración de Jacob”
En
su sexta catequesis sobre la oración, el Papa Francisco ha resaltado que, como
Jacob, todos tenemos una cita con Dios en la noche oscura: “Una hermosa
invitación a dejarnos cambiar por Dios. Él sabe cómo hacerlo, porque conoce a
cada uno de nosotros. ‘Señor, Tú me conoces’, puede decirlo cada uno de
nosotros. ‘Señor, Tú me conoces. Cámbiame’”.
La audiencia general de hoy, 10 junio de
2020, tal y como ocurre desde la irrupción de la pandemia de coronavirus, ha
sido celebrada en la biblioteca del Palacio
Apostólico. En concreto, la reflexión del Santo Padre ha versado sobre “La
oración de Jacob” (Gen 32, 25-30).
La historia de Jacob
Sobre
la historia de este patriarca, el Santo Padre ha resaltado la rivalidad con su
hermano gemelo, Esaú, al que mediante engaños le arrebató la bendición de la
primogenitura: “el primero de una larga serie de ardides de los que este hombre
sin escrúpulos es capaz”, indica.
Obligado
a huir lejos de su hermano, Francisco considera que Jacob era un hombre “hecho
así mismo”, “capaz de conquistar todo lo que desea”, pero al que le falta “la
relación viva con sus raíces”, explica.
Un
día, el patriarca sintió “la llamada del hogar, de su antigua patria”, y
emprende el camino hacia ella con una caravana numerosa de personas y animales.
En la última etapa, el vado de Yabboq, el libro del Génesis relata se
queda solo en la orilla del río. Por la noche, un desconocido, que es
Dios, lo agarra y comienza a luchar con él.
Combate de la fe
Sobre
este combate, el Papa destaca que el Catecismo expone que “la tradición espiritual
de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate
de la fe y una victoria de la perseverancia” (CIC, 2573).
Tras
luchar toda la noche, Jacob es vencido por un golpe de su oponente en el nervio
ciático, que le provocará una cojera que le acompañará toda la vida. Entonces,
el luchador le dijo: “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has
sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido”: el Señor “le
cambia el nombre, le cambia la vida, le cambia la actitud”, apunta.
Metáfora de la oración
Luchar
con Dios, para el Pontífice, constituye “una metáfora de la oración”. Antes de
la lucha, Jacob era un hombre “impermeable a la gracia, refractario a la
misericordia; no conocía lo que es la misericordia. ‘¡Aquí estoy yo, mando
yo!’, no consideraba que necesitaba misericordia. Pero Dios salvó lo que estaba
perdido. Le hizo entender que estaba limitado, que era un pecador que
necesitaba misericordia y lo salvó”.
En
este sentido, el Obispo de Roma describe que todos tenemos una cita en la noche
con Dios, “en la noche de nuestra vida, en las muchas noches de nuestra vida:
momentos oscuros, momentos de pecados, momentos de desorientación. Ahí hay una
cita con Dios, siempre”.
Así,
“Él nos sorprenderá en el momento en el que no nos lo esperemos, en el que nos
encontremos realmente solos” y entonces “no deberemos temer: porque en ese
momento Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de toda nuestra
vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a quien se ha
dejado cambiar por Él”.
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos
nuestra catequesis sobre el tema de la oración. El libro del Génesis, a través
de las vivencias de hombres y mujeres de épocas lejanas nos cuenta historias en
las que podemos reflejar nuestra vida. En el ciclo de los patriarcas
encontramos también la de un hombre que había hecho de la sagacidad su mejor
cualidad: Jacob. El relato bíblico nos habla de la difícil relación que Jacob
tenía con su hermano Esaú. Desde pequeños hay rivalidad entre ellos y nunca la
superarán. Jacob es el segundo hijo -eran gemelos-, pero mediante engaños
consigue arrebatar a su padre Isaac la bendición y el don de la primogenitura (cf.
Génesis 25,19-34). Es solo el primero de una larga serie de ardides de los que
este hombre sin escrúpulos es capaz. También el nombre de “Jacob” significa
alguien que tiene sagacidad al moverse.
Obligado
a huir lejos de su hermano, parece tener éxito en cada gesta de su vida. Es
hábil en los negocios: se enriquece mucho, convirtiéndose en propietario de un
rebaño enorme. Con tenacidad y paciencia consigue casarse con la hija más
hermosa de Labán, de la que estaba realmente enamorado. Jacob – diríamos con
lenguaje moderno – es un hombre que “se ha hecho a sí mismo”, con ingenio,
sagacidad, es capaz de conquistar todo lo que desea. Pero le falta algo. Le
falta la relación viva con sus raíces.
Y
un día siente la llamada del hogar, de su antigua patria, donde todavía vivía
Esaú, el hermano con el que siempre había mantenido una pésima relación. Jacob
parte y lleva a cabo un largo viaje con una caravana numerosa de personas y
animales, hasta que llega a la última etapa, al vado de Yabboq. Aquí el
libro del Génesis nos ofrece una página memorable (cf. 32,23-33). Relata que el
patriarca, después de haber hecho atravesar el río a toda su gente y a todo el
ganado -que era mucho-, se queda solo en la orilla extranjera. Y piensa: ¿Qué
lo espera para el mañana? ¿Qué actitud tomará su hermano Esaú, al que había
robado la primogenitura? La mente de Jacob es una turbina de pensamientos… Y,
mientras oscurece, de repente un desconocido lo aferra y comienza a luchar con
él. El Catecismo explica: “La tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de
este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de
la perseverancia” (CIC, 2573).
Jacob
luchó durante toda la noche, sin soltar nunca a su oponente. Al final es
vencido, golpeado por su rival en el nervio ciático, y desde entonces será cojo
para toda la vida. Aquel misterioso luchador pregunta el nombre al patriarca y
le dice: “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte
contra Dios y contra los hombres, y le has vencido” (v. 29). Como diciendo:
nunca serás el hombre que camina así, sino recto. Le cambia el nombre, le
cambia la vida, le cambia la actitud. Te llamarás Israel. Entonces también
Jacob pregunta al otro: “Dime por favor tu nombre”. Aquel no se lo revela,
pero, en compensación, lo bendice. Y Jacob entiende que ha encontrado a Dios
“cara a cara” (cf. vv. 30-31).
Luchar
con Dios: una metáfora de la oración. Otras veces Jacob se había mostrado capaz
de dialogar con Dios, de sentirlo como una presencia amiga y cercana. Pero en
esa noche, a través de una lucha que duró mucho tiempo y que casi lo vio
sucumbir, el patriarca salió cambiado. Cambio de nombre, cambio del modo de
vivir y cambio de la personalidad: sale cambiado. Por una vez ya no es dueño de
la situación -su sagacidad no sirve-, ya no es el hombre estratega y
calculador; Dios lo devuelve a su verdad de moral que tiembla y tiene miedo,
porque Jacob en la lucha tiene miedo. Por una vez Jacob no tiene otra cosa que
presentar a Dios que su fragilidad y su impotencia, también sus pecados. Y es
este Jacob el que recibe de Dios la bendición, con la cual entra cojeando en la
tierra prometida: vulnerable y vulnerado, pero con el corazón nuevo.
Una
vez escuché decir a un anciano -buen hombre, buen cristiano, pero pecador que
tenía tanta confianza en Dios- decía: “Dios me ayudará; no me dejará solo.
Entraré en el paraíso, cojeando, pero entraré”. Antes era alguien que estaba
seguro de sí mismo, confiaba en su propia sagacidad. Era un hombre impermeable
a la gracia, refractario a la misericordia; no conocía lo que es la
misericordia. “¡Aquí estoy yo, mando yo!”, no consideraba que necesitaba
misericordia. Pero Dios salvó lo que estaba perdido. Le hizo entender que
estaba limitado, que era un pecador que necesitaba misericordia y lo salvó.
Todos
nosotros teníamos una cita en la noche con Dios, en la noche de nuestra vida,
en las muchas noches de nuestra vida: momentos oscuros, momentos de pecados,
momentos de desorientación. Ahí hay una cita con Dios, siempre. Él nos
sorprenderá en el momento en el que no nos lo esperemos, en el que nos
encontremos realmente solos. En aquella misma noche, combatiendo contra lo
desconocido, tomaremos conciencia de ser solo pobres hombres -me permito decir
“pobrecitos”-, pero, precisamente entonces, no deberemos temer: porque en ese
momento Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de toda nuestra
vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a quien se ha
dejado cambiar por Él. Esta es una hermosa invitación a dejarnos cambiar por
Dios. Él sabe cómo hacerlo, porque conoce a cada uno de nosotros. “Señor, Tú me
conoces”, puede decirlo cada uno de nosotros. “Señor, Tú me conoces. Cámbiame”.
Larissa
I. López
© Librería
Editorial Vaticana
Fuente:
Zenit






