¿Dios nos habla a través de signos y milagros? De ser así,
¿cómo discernir los auténticos mensajes divinos? ¿Cómo interpretarlos?
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Si Dios interviene en nuestras vidas, ¿cómo estar
seguros de que es Él quien actúa y no nosotros que lo proyectamos? La respuesta
del padre Olivier-Marie Rousseau.
¿Qué es un signo?
El signo es una realidad visible que reenvía a una
realidad invisible. Y el ser humano, que es a la vez corporal y
espiritual, necesita de signos para comunicarse.
Por ejemplo,
la naturaleza, por su belleza, su variedad, su complejidad, puede suscitar una
fascinación que entraña un cuestionamiento hasta el reconocimiento de la
existencia de un Dios creador.
No es algo que imponga la fe, pero dispone el corazón a la adoración. Es una actitud natural, que no es aún la de la fe, pero que es necesaria para la fe. Porque la gracia no suprime la naturaleza.
No es algo que imponga la fe, pero dispone el corazón a la adoración. Es una actitud natural, que no es aún la de la fe, pero que es necesaria para la fe. Porque la gracia no suprime la naturaleza.
En el orden sobrenatural, ¿cuáles son los signos que pueden suscitar la fe?
En el Evangelio según san Juan, el
primer signo que realiza Cristo es el milagro de Caná: por
petición de la Virgen María, transforma el agua en vino.
Así, aporta
una señal o un signo que certifica que Dios escucha nuestra oración y responde
a ella por sobreabundancia: ¡el vino es el mejor!
Dios es más
grande que nuestro corazón y, a lo largo de su ministerio público, Cristo
multiplica las señales (curaciones, exorcismos, resurrecciones)
para despertar esta confianza y conducirnos al misterio pascual, el
signo por excelencia sin el cual “la fe de ustedes es inútil” (1 Co 15,17).
Cristo da gratuitamente y espera una respuesta libre.
¿Cómo?
Cuando Jesús multiplica los panes (Jn 6,
12-15), ofrece un signo de poder que seduce a la multitud hasta el punto que
quieren “hacerlo rey”.
Pero Jesús
escapa de ellos porque no quiere dejarse utilizar en sus categorías de
eficacia. “Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece
hasta la Vida eterna”, les pide, antes de sufrir sus reveses: “¿Qué signos
haces para que veamos y creamos en ti?” (Jn 6,30).
Jesús
responde sin esquivar su pregunta, pero dando la vuelta a su lógica: “Yo soy el pan de
Vida” (Jn 6,35). Al ofrecerse así,
propone a los discípulos pasar de la realidad visible (los panes que colman las
cestas) al misterio del “Pan de Vida” por el cual Él se identifica.
Pero
su lenguaje resulta demasiado “duro” para el espíritu de algunos, precisa el
Evangelio: unos lo seguirán, otros lo rehuirán.
¿Existen otros signos más sensibles, más accesibles?
Junto al sacramento del altar, existe el
sacramento del hermano, en particular la diaconía de los pobres,
“nuestros maestros”, según la bella expresión de san Vicente de Paúl, signos de
la pobreza del Pesebre y de la Cruz, pero con una condición: que nuestra
generosidad no se reduzca a un simple compromiso humanitario.
“Aunque
repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a
las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada” (1 Co 13,3). Para que el
signo sensible se vuelva significativo de Cristo, debe estar motivado por la
gracia.
¿Dios puede intervenir directamente en nuestra vida?
¡Por supuesto! Por ejemplo, un
encuentro improbable que cambia el curso de mi vida y abre
puertas inesperadas, sin voluntarismo por mi parte, o una
certeza interior que se impone y se repite para lanzar una
iniciativa bastante realista para no ser el fruto de la ilusión.
¿Cómo discernir la autenticidad de los signos de Dios?
La marca de Dios se reconoce por sus frutos (Gal 5,22).
Pero no podemos ser juez y parte, por eso es importante tener confirmación.
San Juan de
la Cruz ve tres motivos para ello: verificar la conformidad de los signos con
la palabra de Dios, confiar en otra persona para
no acostumbrarse a la “vía de los sentidos” que no durará, y para que “el alma
permanezca en la humildad, la dependencia y la mortificación”.
Haciendo el
camino nosotros solos podríamos enorgullecernos de ser privilegiados por los
signos. Una trampa espiritual temible.
¿Podemos equivocarnos en este punto?
Si el corazón no ha sido educado en las
virtudes cardinales, purificado por el ejercicio de las virtudes teologales,
alimentado por la palabra de Dios y la práctica de los sacramentos, corre el
riesgo de verse sometido por sus pasiones, víctima de carencias afectivas,
prisionero de sistemas compensatorios.
Estos son
trastornos que perjudican el ejercicio de la libertad y pueden pervertir los
signos de Dios, apropiándose de ellos a su antojo, en vez de dejarse conducir
con confianza. A esto se reduce todo. Pero el Demonio puede nublar
los signos, parasitar su significado.
Durante las
tentaciones de Cristo en el desierto (Lc 4,1-13), el Demonio
exige signos –prodigiosos, espectaculares, esplendorosos– que nieguen el
realismo de la condición humana y exalten la omnipotencia, con el fin de
desviar a Cristo de su encarnación y de su misión.
Y nosotros
mismos, cuando vamos al desierto, por atracción de la oración o en una soledad
sufrida, no estamos protegidos de esas tentaciones.
El desierto
es el lugar de los espejismos, la imaginación
se desarrolla ahí sin límites, hasta hacernos caer en el orgullo o
la desesperación si
no estamos en una actitud de adoración. Una actitud en
la que la criatura se reconoce finita, pecadora y dependiente de su Creador.
¿Hay que esperar los signos de Dios o hay que pedírselos?
Podemos pedírselos, pero con humildad de
corazón y pobreza de espíritu. Porque Dios no enviará necesariamente el signo
que esperamos.
O, lo que es
más probable, su respuesta será tan sobreabundante que crecerá en nosotros la
consciencia de nuestra extrema pequeñez ante su infinita grandeza.
En su divina
pedagogía, Dios nos guía suave y firmemente, purifica nuestro corazón ávido y
nuestra mente ciega que quieren “meter la mano” en sus gracias, como san Pedro
quiso plantar su plantar su tienda de campaña en el monte Tabor ante Cristo
transfigurado.
Dios nos
llama a abandonar los fértiles pastos de la llanura para subir a las cimas más
áridas, pero más puras, aligerándonos poco a poco de todo lo que dificulta
nuestra unión con Él.
Así, todos
los santos han vivido noches espirituales, ya sea
la noche del sentido, la noche del espíritu, la noche de la fe. Ya sabemos que,
al final de su vida, ¡incluso santa Teresa del Niño Jesús llegó a dudar que
existía el Cielo!
¿Hay que renunciar entonces a los signos sensibles?
Sí, pero con prudencia. Cuando tenemos la
gracia, estos signos “son un camino por donde Dios [nos] guía, no hay razón
para despreciarlo”, asegura san Juan de la Cruz.
Sería
presuntuoso, pues, negarlos, pero también peligroso aferrarnos a ellos o
buscarlos por nosotros mismos.
“Si te
tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo
otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso?”,
podemos leer en Subida del Monte Carmelo, del mismo san Juan de la
Cruz.
En la Antigua
Alianza, “convenía
que los profetas y sacerdotes quisiesen revelaciones y visiones de Dios”,
continúa el doctor de la Iglesia, porque “no estaba bien fundamentada la fe ni
establecida la Ley evangélica (…). [Pero] como nos dio a su Hijo, que es una Palabra
suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola
Palabra, y no tiene más que hablar”.
Entonces, ¿la santidad prescinde de los signos?
“Es más preciosa delante de Dios una obra o
acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones (y revelaciones) y
comunicaciones pueden tener del cielo”, precisa san Juan de la
cruz.
La Iglesia nos dispensa los signos que
necesitamos, pero
Cristo espera nuestra respuesta de fe, libre y segura, para acelerar su
retorno. “No
obstante, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?”
(Lc 18,8).
Por Maryvonne Gasse
Fuente: Aleteia