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Solemnidad de San Pedro y San Pablo (C) Vatican Media |
Ayer
por la mañana, en la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, el Papa Francisco veneró la tumba de san Pedro, debajo
del altar mayor de la Basílica Vaticana, bendijo los palios en el altar de la
Cátedra, y celebró la Eucaristía acompañado por diez cardenales de la Curia
Romana, cuya homilía dedicó a la “unidad” y la “profecía” a las que estamos
llamados los cristianos.
Como
es tradición cada 29 de junio, fiesta de los santos patronos de Roma, el
Pontífice bendice los palios que son conferidos al decano del Colegio Cardenalicio
y a los arzobispos metropolitanos nombrados durante el año. Así, el palio será
impuesto a cada arzobispo metropolitano por el representante pontificio en la
respectiva sede metropolitana.
Después
del rito de la bendición del palio, el Papa presidió la celebración eucarística
con los cardenales de la Orden de los Obispos y el arcipreste de la Basílica
Papal de San Pedro, el cardenal Angelo Comastri.
Unidad y profecía
En
su homilía, Francisco lamentó la ausencia de sus hermanos del Patriarcado
Ecuménico de Constantinopla, quienes por motivos de seguridad ante la pandemia
del coronavirus, no han podido visitar este año al Sucesor de Pedro. “Cuando yo
he descendido a venerar las reliquias de Pedro, sentía en el corazón, acá,
junto a mí, a mi amado hermano Bartolomé, ellos están con nosotros”, ha
confesado el Papa.
En
la fiesta de los dos apóstoles, el Obispo de Roma ha reflexionado en torno a
dos palabras: unidad y profecía. En este sentido, ha invitado a preguntarnos:
“¿Cuidamos nuestra unidad con la oración? ¿Rezamos unos por otros?
¿Qué pasaría si rezáramos más y murmuráramos menos?”.
Francisco
ha recordado que siendo “muy diferentes entre sí”, Pedro, “un pescador que
pasaba sus días entre remos y redes”, y Pablo, “un fariseo culto que enseñaba
en las sinagogas”, se sentían hermanos, si bien la “familiaridad que los unía
no provenía de inclinaciones naturales, sino del Señor”.
“Las quejas no cambian
nada”
Los
primeros cristianos, preocupados por el arresto de Pedro “rezaban juntos”, ha
recordado el Santo Padre y “nadie se quejaba”: “Es inútil e incluso molesto que
los cristianos pierdan el tiempo quejándose del mundo, de la sociedad, de lo
que está mal. Las quejas no cambian nada”.
Por
otro lado, el Obispo de Roma ha asegurado que “hoy necesitamos la profecía, una
profecía verdadera: no de discursos vacíos que prometen lo imposible, sino de
testimonios de que el Evangelio es posible” y ha invitado a servir y a dar
testimonio a los que quieren una Iglesia profética. Así lo ha dicho: “¿Quieres
una Iglesia profética? Comienza a servir, y quédate en silencio”.
La
profecía nace “cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando manejamos
nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control”, ha explicado. “No
nace de mis pensamientos, no nace de mi corazón cerrado, nace si nos dejamos
provocar por Dios. Cuando el Evangelio anula las certezas, surge la profecía”.
A
continuación, sigue la homilía del Papa en la solemnidad de san Pedro y san
Pablo, traducida al español por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
Homilía del Papa Francisco
En
la fiesta de los dos apóstoles de esta ciudad, me gustaría compartir con
ustedes dos palabras clave: unidad y profecía.
Unidad.
Celebramos juntos dos figuras muy diferentes: Pedro era un pescador que pasaba
sus días entre remos y redes, Pablo un fariseo culto que enseñaba en las
sinagogas. Cuando emprendieron la misión, Pedro se dirigió a los judíos, Pablo
a los paganos. Y cuando sus caminos se cruzaron, discutieron animadamente y
Pablo no se avergonzó de relatarlo en una carta (cf. Ga 2,11ss.).
Eran, en fin, dos personas muy diferentes entre sí, pero se sentían hermanos,
como en una familia unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman.
Pero la familiaridad que los unía no provenía de inclinaciones naturales, sino
del Señor. Él no nos ordenó que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es
Él quien nos une, sin uniformarnos.
La
primera lectura de hoy nos lleva a la fuente de esta unidad. Nos dice que la
Iglesia, recién nacida, estaba pasando por una fase crítica: Herodes arreciaba
su cólera, la persecución era violenta, el apóstol Santiago había sido
asesinado. Y entonces también Pedro fue arrestado. La comunidad parecía
decapitada, todos temían por su propia vida. Sin embargo, en este trágico
momento nadie escapó, nadie pensaba en salir sano y salvo, ninguno abandonó a
los demás, sino que todos rezaban juntos. De la oración obtuvieron
valentía, de la oración vino una unidad más fuerte que cualquier amenaza. El
texto dice que “mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia
oraba insistentemente a Dios por él” (Hch 12,5). La unidad es un principio
que se activa con la oración, porque la oración permite que el Espíritu Santo
intervenga, que abra a la esperanza, que acorte distancias y nos mantenga
unidos en las dificultades.
Constatamos
algo más: en esas situaciones dramáticas, nadie se quejaba del mal, de las
persecuciones, de Herodes. Ningún insulto a Herodes, y nosotros estamos tan
acostumbrados a insultar… Irresponsables. Es inútil e incluso molesto que los
cristianos pierdan el tiempo quejándose del mundo, de la sociedad, de lo que
está mal. Las quejas no cambian nada. Recordemos que la segunda puerta cerrada
al Espíritu Santo se abrió el día de Pentecostés. La primera puerta cerrada es
el narcisismo, la segunda puerta cerrada es el pesimismo. El narcisismo es lo
que nos lleva a mirarnos a nosotros mismos continuamente, la falta de ánimo,
las quejas. El pesimismo a lo oscuro, a la oscuridad. Estos tres
comportamientos cierran la puerta al Espíritu Santo.
Esos
cristianos no culpaban a los demás, sino que oraban. En esa comunidad nadie
decía: “Si Pedro hubiera sido más prudente, no estaríamos en esta situación”.
Ninguno. Pedro humanamente tenía motivos para ser criticado, pero ninguno lo
criticaba. No, no hablaban mal de él, sino que rezaban por él. No hablaban a
sus espaldas, sino que oraban a Dios. Hoy podemos preguntarnos: “¿Cuidamos
nuestra unidad con la oración? (La unidad de la Iglesia) ¿Rezamos unos por
otros?”. ¿Qué pasaría si rezáramos más y murmuráramos menos? Como le sucedió a
Pedro en la cárcel: se abrirían muchas puertas que separan, se romperían muchas
cadenas que aprisionan. Y nosotros estaríamos maravillados viendo a Pedro como
la mujer aquella que le tocó abrir la puerta a Pedro, estaba impresionada con
la alegría de ver a Pedro. Pidamos la gracia de saber cómo rezar unos por
otros.
San
Pablo exhortó a los cristianos a orar por todos y, en primer lugar, por los que
gobiernan (cf. 1 Tm 2,1-3). Pero este gobernante… tiene tantos
calificativos para decir de él… no es el momento ni el lugar de decir los
calificativos que se dicen a los gobernantes, que los juzgue Dios, pero oremos
por los gobernantes. ¡Oremos! Tienen necesidad de la oración. Es una tarea que
el Señor nos confía. ¿Lo hacemos, o sólo hablamos, los criticamos y ya está?
Dios espera que cuando recemos también nos acordemos de los que no piensan como
nosotros, de los que nos han dado con la puerta en las narices, de aquellos a los
que nos cuesta perdonar. Sólo la oración rompe las cadenas, sólo la oración
allana el camino hacia la unidad.
Hoy
se bendicen los palios, que se entregan al Decano del Colegio cardenalicio y a
los arzobispos metropolitanos nombrados en el último año. El palio recuerda la
unidad entre las ovejas y el Pastor que, como Jesús, carga la ovejita sobre sus
hombros para no separarse jamás. Hoy, además, siguiendo una hermosa tradición,
nos unimos de manera especial al Patriarcado ecuménico de Constantinopla. Pedro
y Andrés eran hermanos y nosotros, cuando es posible, intercambiamos visitas
fraternas en los respectivos días festivos: no tanto por amabilidad, sino para
caminar juntos hacia la meta que el Señor nos indica: la unidad plena. Hoy
ellos no han podido venir, por la imposibilidad de viajar, por los motivos del
coronavirus, pero cuando yo he descendido a venerar las reliquias de Pedro,
sentía en el corazón, acá, junto a mí, a mi amado hermano Bartolomé, ellos
están con nosotros.
La
segunda palabra, profecía. Nuestros apóstoles fueron provocados por
Jesús. Pedro oyó que le preguntaba: “¿Quién dices que soy yo?” (cf. Mt 16,15).
En ese momento entendió que al Señor no le interesan las opiniones generales,
sino la elección personal de seguirlo. También la vida de Pablo cambió después
de una provocación de Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9,4).
El Señor lo sacudió en su interior; más que hacerlo caer al suelo en el camino
hacia Damasco, hizo caer su presunción de hombre religioso y recto. Entonces el
orgulloso Saulo se convirtió en Pablo, que significa “pequeño”. Después de
estas provocaciones, de estos reveses de la vida, vienen las profecías: “Tú
eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18); y a
Pablo: “Es un instrumento elegido por mí, para llevar mi nombre a los pueblos”
(Hch 9,15).
Por
lo tanto, la profecía nace cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando
manejamos nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control. No nace
de mis pensamientos, no nace de mi corazón cerrado, nace si nos dejamos
provocar por Dios. Cuando el Evangelio anula las certezas, surge la profecía.
Sólo quien se abre a las sorpresas de Dios se convierte en profeta. Y aquí
están Pedro y Pablo, profetas que ven más allá: Pedro es el primero que
proclama que Jesús es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16); Pablo
anticipa el final de su vida: “Me está reservada la corona de la justicia, que
el Señor […] me dará” (2 Tm 4,8).
Hoy
necesitamos la profecía, una profecía verdadera: no de discursos vacíos que
prometen lo imposible, sino de testimonios de que el Evangelio es posible. No
sirven manifestaciones milagrosas. A mí me duele cuando escucho que proclaman:
“Queremos una Iglesia profética”. Sí, bien, pero ¿qué haces por una Iglesia
profética? Queremos la profecía. Sirven las vidas que manifiesten el milagro
del amor de Dios; no el poder, sino la coherencia; no las palabras, sino la
oración; no las proclamaciones, sino el servicio –¿Quieres una Iglesia
profética? Comienza a servir, y quédate en silencio–; no la teoría, sino el
testimonio.
No
necesitamos ser ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro beneficio,
sino gastarnos por los demás; no necesitamos la aprobación del mundo, –eso de
estar bien con todos, para nosotros se dice: estar bien con Dios y con el
diablo. No. Esto no es profecía–. Tenemos necesidad de la alegría del mundo
venidero; no de proyectos pastorales que parecen tener una eficacia propia,
como si fueran sacramentos, proyectos pastorales eficientes, no. Tenemos
necesidad de pastores que estreguen su vida como enamorados de Dios. Pedro y
Pablo así anunciaron a Jesús, como enamorados. Pedro –antes de ser colocado en
la cruz– no pensó en sí mismo, sino en su Señor y, al considerarse indigno de
morir como él, pidió ser crucificado cabeza abajo. Pablo –antes de ser
decapitado– sólo pensó en dar su vida y escribió que quería ser “derramado en
libación” (2 Tm 4,6). Esta es la profecía. No las palabras. Esta es la profecía
que cambia la historia.
Queridos
hermanos y hermanas, Jesús profetizó a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia”. Hay también una profecía parecida para nosotros.
Se encuentra en el último libro de la Biblia, donde Jesús prometió a sus
testigos fieles: “una piedrecita blanca, y he escrito en ella un nuevo nombre”
(Ap 2,17). Como el Señor transformó a Simón en Pedro, así nos llama a cada uno
de nosotros, para hacernos piedras vivas con las que pueda construir una
Iglesia y una humanidad renovadas. Siempre hay quienes destruyen la unidad y
rechazan la profecía, pero el Señor cree en nosotros y te pregunta a ti: Tú,
tú, tú, “¿quieres ser un constructor de unidad? ¿Quieres ser profeta de mi cielo
en la tierra?”. Hermanos, hermanas, dejémonos provocar por Jesús y tengamos el
valor de responderle: “¡Sí, lo quiero!”.
Rosa
Die Alcolea
©
Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit