«El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es
digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de
mí», dice Jesús. ¿Qué significa?
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Anton Korobkov | Shutterstock |
Escuchar a Jesús a veces me incomoda. Quizá porque
no entiendo de medidas y sus palabras me desconciertan. Él me dice:
«El que quiere a su padre o a su madre más
que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí,
no es digno de mí».
¿Cómo se
puede medir el tamaño de mi amor? Siento que el amor a mi madre es
desproporcionado. O el amor a mi padre supera igualmente cualquier expectativa.
Y el amor a una hija también es inmenso. ¿Por qué Jesús me pone esas
disyuntivas?
No quiero comparar
amores, igual que no busco medir distancias, ni calcular los tiempos. Prefiero
vivir sin comparaciones. Es como esta pregunta que hacíamos a los niños: «¿A
quién quieres más a papá o a mamá?».
Parece todo
tan vacío… No puedo vivir midiendo todos los amores que llevo dentro. Amar
más a Dios que a los hombres o amar más a los hombres en Dios. Escribía el
padre José Kentenich sobre san Francisco de Sales:
«Escuche lo que escribe a la Sra. Chantal:
– Nada o Dios, porque todo lo que no es Dios, o es nada o peor que nada. Por
eso, mi querida hija, permanezca entera en Él y rece para que yo
también permanezca entero allí donde podremos amarnos inmensamente, hija mía, porque nunca podremos amar
demasiado o bastante»[1].
Quizás
entonces la pregunta tiene que ver con algo diferente. No quiere saber Dios
cuánto pesa mi amor. Lo que sí pretende es que aprenda a amar
desde Él.
Porque sólo en Él tienen sentido todos mis amores
humanos. En Él descubro la belleza de lo humano. En Él lo
caduco y temporal tiene una especie de nota eterna que lo mantiene vivo lejos
del ocaso.
No me está
pidiendo que calcule, que cuente, que pese, que mida. Me está pidiendo tan solo
que aprenda a amar como Él me ama. Comenta el Padre Kentenich:
El amor nunca
empobrece, todo lo contrario que el odio y el desprecio. El amor ensancha el
alma. Compartir mis amores me agranda por dentro.
Proteger lo
que es mío sin querer compartirlo me acaba secando. Limitar el amor por miedo a
que usurpe su lugar a Dios en mi corazón es lo más mezquino que puedo hacer.
El amor a los
hombres en Dios me hace más de Dios, más santo. El amor que no se da se pierde. Y el amor
que se entrega se convierte en un río de agua viva que conduce al mar.
Dios no quiere que deje de amar a mis
padres por amarlo a Él. Pero también Él me va a ir indicando la forma como
quiere que los ame en mi vida.
El amor
humano no puede ser un obstáculo que no me deje ir a Dios. Porque todo
amor sano es un amor en el que Él está.
Y cuando el
amor es enfermo y me enferma, me hace peor persona. Ese amor no me lleva a
Dios, más bien me aleja. Ese amor me hace esclavo, me hace perderme
en mis egoísmos y caminar como un ciego por la vida. Ese
amor no me ensancha el alma, más bien la empobrece.
El amor sano me lleva a Dios. El amor
herido no sé cómo, pero oculta la luz de Dios en mi vida. Quisiera hoy que el amor a Dios reinase
en todos mis amores humanos.
Cuando amo en
Dios a los míos ese amor es poderoso, porque logro amar con la fuerza del amor
de Dios en mí. Nada hay en mí que me aleje de Dios. Nada que oculte su mirada
misericordiosa.
Me engaño
cuando pienso que otros amores pueden ocultar a Dios. U otros gestos pueden
apagar los gestos de mi amor a Dios. Decía el Padre Kentenich:
«Debemos querernos unos a otros también
humanamente. Si sólo fuese un amor absoluto a Dios el que debiese sostenernos,
sabemos que no sería sólido para afrontar la vida. El corazón debe encenderse
también para querer humanamente. Entonces tendremos un órgano preparado para abrazar al Amor
eterno. Y la prueba de la intimidad, la fuerza, la profundidad y la durabilidad
del amor a Dios reside en un amor profundo, auténtico y sano entre hermanas y
al prójimo»[3].
Ambos amores
van de la mano. Cuando descuido el amor a los hombres por estar con Dios,
pierde mi amor cálido a Él. Así de sencillo. Quiero amar con libertad, con hondura, con
ternura, a Dios en todos aquellos a los que amo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia