Esa imagen es la que me hace ver la Iglesia como un hogar en donde puedo
vivir en paz o como una cárcel donde no puedo dejar de respetar todas las
normas si no quiero ser castigado o expulsado
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En la vida todo
se juega en la imagen de Dios que tengo grabada en mi alma. Esa imagen que
comienza a imprimirse desde que nazco, quizá incluso antes, en el seno de mi
madre. Esa imagen me acompaña toda la vida y yo la voy tiñendo de distintos
colores dependiendo de mis experiencias posteriores.
Pero hay una
imagen que está grabada por mis padres, a través de la mirada que un día
posaron sobre mí. Fue ese día del primer abrazo, o del primer rechazo. El
día en que me sentí amado o despreciado. El día en el que me castigaron de
forma exagerada o ese día en el que me perdonaron con misericordia habiéndolo
hecho todo mal.
Es tan difícil
ser padre o madre… Uno no sabe bien la huella que deja en el alma.
Todo se percibe
a través de la mirada de mis ojos. Mis ojos son los que ven amor o
indiferencia en cada gesto, en cada palabra.
Es injusto
porque a veces intento dar amor y soy malinterpretado. Piensan que mis palabras
son de indiferencia o mis gestos de desprecio. Y no es lo que yo quiero
mostrar.
Pero es que son
mis ojos los que perciben la realidad y la interpretan según lo que dice el
corazón. Lo cierto es que esa imagen de Dios que tengo grabada en mi
alma procede de mis primeras experiencias de amor humano.
Cuando siendo
niño me sentía amado o rechazado, valorado o humillado, algo quedaba impreso en
lo más hondo de mi alma, en el pozo de mis recuerdos.
Con el tiempo
es difícil cambiar esa imagen que ha quedado impresa a fuego en mi corazón.
Es mi imagen de Dios Padre. Es la imagen que tengo en el alma
de un Dios Padre misericordioso o de un Dios juez sin misericordia.
Todo depende.
Puede que el
tiempo y las experiencias sanadoras en mis vínculos humanos vayan cambiando
poco a poco esa imagen tan firme y a veces tan deficiente.
Puede que, al
recibir mucho amor en mi vida años después, pueda mitigar la triste imagen de
Dios que llevo dentro. Pero lo cierto es que esa imagen es la que
determina mi forma de amar y de ver la vida.
Esa forma de
ver a Dios es la que me acerca o me aleja de Él.
Es la que me
hace ver la Iglesia como un hogar en donde puedo vivir en paz o como una cárcel
donde no puedo dejar de respetar todas las normas si no quiero ser castigado o
expulsado.
Es la imagen de
un Dios que me conduce, me cuida acompañando mis pasos y velando para
que no me pierda. O la imagen de un Dios que vigila con dureza para
que no haga nada mal si no quiero perder todo su cariño.
Esa imagen
primera es la que me determina. No puedo borrarla, no puedo acabar con ella. Se
ha metido en todas las fibras de mi ser.
Le pido a Dios
con frecuencia un milagro. Le pido que me permita conocer su amor, su
misericordia, la hondura de su bondad, la ternura de sus abrazos.
Quiero ver su
rostro. Siempre lo he deseado con toda mi alma. A veces lo he visto. He notado
su presencia salvadora. Me he emocionado hasta las lágrimas al recordarlo o al
hablar de ese Dios que ha caminado conmigo tantos caminos.
Esa imagen de
Dios Padre misericordioso es la que cada vez tiene más fuerza en mí. Quizás por
eso me gustan las palabras que pronuncia Moisés postrado en tierra delante de
Dios:
“Si he obtenido
tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque es un pueblo de dura cerviz;
perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya”.
Me gusta ese
Dios de Moisés que se muestra misericordioso con él y con su pueblo, perdona y
toma a sus hijos como su posesión más valiosa.
Yo creo en ese
Dios que se abaja y camina a mi lado. Me gusta esa mirada de Moisés lanzada al
cielo implorando una misericordia que recibe.
El pueblo no ha
obedecido, pero Dios no le niega su amor. Moisés sube al monte y allí Dios
desciende para permanecer a su lado. Y se hablan como dos enamorados:
“El Señor bajó
en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor”.
Ese Dios
misericordioso es el mismo del que me habla Jesús. Es ese Padre que
espera lleno de misericordia al hijo que vuelve a casa. Aguarda su
regreso paciente cada mañana. Y llora de alegría al ver sus pasos regresando.
Es ese Dios que
no se contenta con todas las ovejas que están en el redil, sino que no puede
dejar de buscar a la que se ha perdido. Sale dispuesto a encontrarla,
descuidando a las que están seguras. Y cuando vuelve la lleva bien sujeta
alrededor de su cuello, protegiéndola.
Es ese Dios
Padre que se detiene al borde del camino ante el herido dejando todo lo que
tenía entre manos. Cambia sus planes y no deja de cuidarlo hasta que está a
buen recaudo.
Yo creo en ese
Dios padre misericordioso, lleno de bondad y de ternura. Creo en su mano
tendida hacia mí en medio de la noche. Creo en su voz llena de dulzura que me
invita a seguir sus pasos en la vida.
A veces me
turbo por mi pecado y me cuesta perdonarme, más incluso que creer en el perdón
de Dios. Me pesa el orgullo y siento que para ser hijo
tengo que ser perfecto y hacerlo todo bien. Olvido esa misericordia que he
vivido tantas veces en mi alma.
Creo en un Dios
misericordioso que me espera, me ama, me mira, me sostiene y guía por los
mares, para que no me pierda en medio de las olas. Toma mis miedos en
sus manos y me regala toda su esperanza.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia