Hacer
una ley de educación para un pueblo es sembrar presente y futuro y, por ello,
han de participar todos los grupos sociales
Tenemos
ante nosotros una nueva ley de educación en España. Hace bastantes años, aún no
era obispo, escribía un artículo sobre una nueva ley de educación que se
inauguraba y comenzaba diciendo estas palabras que tienen un significado mayor
hoy: «Es un momento crítico y decisivo en la vida de nuestro pueblo». ¿Por qué
decía esto? Porque cualquier trabajo, decisión, propuesta que afecte a la vida
de un pueblo, especialmente en una materia como la educativa, que marca la construcción
y el desarrollo integral de las personas, deben ser pensados entre todos. Son
asuntos de fundamento de la vida y del desarrollo de una sociedad.
Han
acontecido muchas cosas en estos últimos meses con motivo de la pandemia:
sufrimientos, desconciertos, indignaciones… pero también muchos han arrimado el
hombro, brindando sus vidas al prójimo. En cuestiones educativas no hay magia,
no hay salvadores; hay un pueblo con su historia concreta y los interrogantes y
las dudas surgen cuando sus valores, reconocidos por todos desde hace muchos
siglos, se ponen en duda y dejan de ser operativos.
Para
abordar este tema, rescato una vez más los sustantivos más importantes de la
vida de un ser humano: hijos y hermanos. Sí, todos somos iguales en dignidad y
todos somos hermanos, llamados a una fraternidad universal. No se puede
reflexionar sobre las cuestiones más importantes a través de adjetivos,
dependiendo de la idea más o menos acertada de un grupo. Son momentos de
creación histórica y colectiva, en los que debemos trabajar con todos, entre
todos y para todos. Hemos de comenzar a poner ladrillos para un nuevo edificio
en medio de la historia, con un presente que tiene un pasado y también un
futuro. Hacer una ley de educación para un pueblo es sembrar presente y futuro
y, por ello, han de participar todos los grupos sociales. La dignidad de la
persona debe ocupar un lugar central y debe darse cabida a todas sus
dimensiones, al tiempo que los padres han de tener una palabra fundamental,
pues son los responsables de la educación de los hijos.
¿Qué
pedimos a una ley de educación? Lo resumo en cinco principios:
1. El criterio de la
universalidad, que
desenmascara pensamientos únicos que siempre cierran la posibilidad de la
esperanza y elimina falsas utopías que la desnaturalizan. ¡Qué bueno es pensar
cuando se hace una ley en todo el hombre y todos los hombres! Nunca debe surgir
una ley para defender una ideología, sea la que sea.
2. El desafío de la
creatividad. Hemos
de sospechar de muchos discursos, pensamientos, afirmaciones, propuestas que se
presentan como el único camino posible. La creatividad desmiente toda falsa
consumación y abre nuevos horizontes y alternativas. La escuela cristiana es la
que menos debe resignarse a quedarse con lo ya conocido; debe ser signo
viviente de que lo que ves no es todo lo que hay, de que otro mundo, otra
sociedad, son posibles. Pero ha de ser una escuela que formule caminos de
fraternidad, de respeto, arraigada en la verdad, abierta a lo definitivo; una
escuela donde la palabra de los padres, que son los que han dado vida a sus
hijos, esté presente.
3. El valor cristiano de
la fraternidad solidaria. Todos los que creen en el valor de la persona,
creyentes y no, lo avalan: mejora la sociedad. Hay que enseñar y animar al
desprendimiento, la generosidad, la equidad, la sobriedad, la primacía del bien
común… Vivamos la igualdad y el respeto a todos, al extranjero, a los pobres, a
los descartados.
4. El cuidado del sentido. No podemos
descuidar en la escuela los fines, los valores, el sentido, porque sabemos que
una técnica sin ética es vacía y deshumanizante.
5. La dinámica del diálogo
entre la fe y la cultura y de la participación. Este momento
requiere resolver los nuevos problemas con nuevos modos y la escuela católica
tiene mucho que decir por sus siglos de existencia y por su presencia en todas
las culturas y en todas las latitudes de la tierra. Animémonos a proponer en
nuestras escuelas modelos de vida que incluyan el valor de la justicia social,
la hospitalidad, la solidaridad entre las generaciones, el trabajo como
dignificación de la persona humana, la familia como base de la sociedad…
¿Existe
una novedad más revolucionaria que la verdad? En cuestiones de educación en
momentos nuevos hay que lanzarse a la creatividad, que en definitiva es
lanzarse a la esperanza. Esa esperanza que no se siente cómoda ni con los
pesimismos, ni con los optimismos. ¿En qué sentido podemos ser creativos y
creadores? Sabiendo que otro mundo es posible, pero cuidemos dos límites: 1) el
mero sueño, es un deseo imposible, y 2) el rechazo de lo actual y el deseo de
instaurar algo nuevo que nos lleve al autoritarismo. Una creatividad histórica
y participada, desde una perspectiva cristiana, se ha de regir por la parábola
del trigo y de la cizaña.
Me
atrevo a decir que quienes trabajen en una ley de educación han de ser hombres
y mujeres con ideales de los derechos del hombre y de la familia, con los
ideales del progreso en esos derechos y en otros nuevos, conscientes de que la
dignidad de la persona humana ocupa un puesto central. Nuestras escuelas
cristianas son instituciones donde se ensayan nuevas formas de relación, nuevos
caminos de fraternidad. La escuela que hagamos ha de ser capaz de sorprender
siempre, arraigada en la verdad. Nuestra escuela es inclusiva, pues se incluye
a todas las personas en la totalidad de sus dimensiones.
Con
gran afecto y mi bendición,
+Carlos,
Cardenal Osoro
Arzobispo de Madrid
Arzobispo de Madrid
Fuente:
Revista Ecclesia






